A J.J, si no se molesta
Lo primero que me viene a la mente es
el restorán Tarzilanda. Más que el restorán, la taxidermia. Sí, la taxidermia y
luego el Tarzilanda. No sé por qué, pero la taxidermia siempre me ha hecho
pensar en lo esotérico, quizás porque me lleva a El hombre que sabía demasiado y a esa escena en la que el doctor
Ben McKenna, interpretado por James Stewart (yo sólo he visto la versión
norteamericana), llega a una tienda de taxidermia. El doctor está allí porque
cree que Ambrose Chapel es un nombre de persona y no un sitio, tal como
descubre más tarde. Al inicio, McKenna establece un diálogo impreciso con unos
taxidermistas de rostros adustos, para luego enfrascarse en un ir y venir de
forcejeos peligrosos, absurdos y risibles. El doctor termina huyendo, pero
aquel diálogo previo a la violencia está cargado de un ocultamiento tal que no
puedo dejar de pensar que aquellos hombres pertenecían a alguna brumosa y
violenta cofradía.
El restorán Tarzilandia tiene sus
animales disecados, y también ese aire de misterio cómplice, de lugar donde
podrían reunirse taxidermistas, o mejor, sociedades secretas al pie del Ávila.
Quizás no por casualidad está al lado de una logia masónica.
Aquel día disfrutábamos de lo que
solíamos llamar, un poco en broma, un tanto en serio, nuestro almuerzo
navideño, realmente una excusa para que un sexteto de cuarentones pudiéramos
vernos un rato largo, decir barbaridades y comer carne a la parrilla. Aunque,
desde que pasó lo que pasó con Alejandro, desde aquel extraño almuerzo, no nos
hemos vuelto a reunir. O quizás ellos sí. No sé, yo terminé separándome.
El hecho es que tales almuerzos caían
bien, sobre todo porque para esa época el ambiente estaba muy enrarecido.
Llevábamos ya dos años y un poco más del llamado golpe y también de la vuelta
del Presidente, quien había retomado el mando a los tres días de su
destitución. Pero aún las cosas seguían siendo muy oscuras. La televisión y los
diarios estaban a punto de estallido. Allanamientos, conspiración, rumores
pululaban sin misericordia. La gente estaba como a la expectativa de algo
terrible, como colgada de hilos muy tensados.
Con todo, esa tarde no estaba para tales
tormentos. La idea era hacer patria devolviéndonos un poco de inteligencia y
cultura. Así que desde que el principio no hicimos más que hablar de todo lo
que nos causaba placer. El cine salió a relucir prontamente. Hablamos de
Kubrick, de Clive Barker (específicamente de su injustamente olvidado film Lord of Ilussions), brindamos por David
Lynch, y hasta comentamos arrobados los atributos de una rubia platino que nos
pasó al lado con sus larguísimos tacones y su mirada brillante, muy
cinematográfica toda ella. En cierto momento uno de los muchachos se fijó en la
vitrina que estaba contra una pared cercana. En su interior se divisaban
objetos antiguos y un par de animales disecados, un pajarraco y algo así como
una nutria. Entonces alguien recordó El
hombre que sabía demasiado, y yo traje a colación la famosa escena con el
doctor Benjamín McKenna. Señalé además que Hitchcock tenía algo con la
taxidermia, y agregué que aquel arte es el hobby de Norman Bates en Psicosis. En la trastienda de la
recepción del Hotel Bates había
pájaros disecados. Si no me fallaba la memoria, allí, guindados de las paredes,
podía verse por lo menos un búho y un cuervo. Otro de los muchachos agregó que
en un capítulo de Alfred Hitchcock también hay un tema con la taxidermia; allí
el gordito genial presenta la historia al lado de la cabeza de un alce o algo
así.
En esas estábamos cuando un hombre
vestido de traje formal se paró frente a nosotros. Lo confundimos con un maitre y escasa atención le dimos. Él
nos sacó de nuestra indiferencia con una pregunta:
—Disculpen,
¿son ustedes los amigos de Alejandro Castillo?
La
voz del hombre era suave, educada, amable. La respuesta no tardó en llegar, y
el hombre, sonriente, agregó:
—Ah, muy bien, yo soy un obrero del señor
Alejandro y vengo de su parte a compartir con ustedes.
¿Un
obrero? ¿Del señor Alejandro? ¿Compartir con nosotros? ¿En qué carajos andaba
Alejandro? ¿Se trataba acaso de una broma elaborada? ¿Nos estaban tomando el
pelo? Tratándose de Alejandro, pues no. Era sin duda alguna empresa un tanto
más enrevesada y que cuadraba mejor con la personalidad de nuestro particular
amigo.
Me explico. Alejandro Castillo es
—quiero seguir creyendo que es,
quiero tener esa certeza— el tipo de persona que tenía —que tiene— absoluta comprensión, por
ejemplo, de la naturaleza del bosón de Higgs. Con su voz profunda de locutor
radial y apoyado por su imponente metro ochentaicinco de altura, Alejandro
podría explicarte el Higgs como si estuviera hablando de hacer burbujas de
jabón. También, de plusvalía, te desplegaría la historia de la lanza de
Longinos, la teoría de conspiración que se mueve en torno a la lanza, te
hablaría de la Thule, de Hitler y del fin del mundo, y terminaría relacionando
tan regio paquete con una de esas vitrinas del Tarzilandia. Así era —es— Alejandro Castillo, alguien que
tenía —ah vaina… qué tiene— la
profunda convicción de que el mundo está plagado de secretos, materias oscuras
y asuntos aún no descubiertos o revelados (el hombre perfecto para este país de
cables calientes y tensos), todo esto unido a una acentuada y particular manera
de entender la seguridad personal y la pedagogía, esta última ejercida con
denuedo durante unos cuantos años desde las aulas de un colegio privado.
En cierta ocasión Alejandro se compró una
laptop nueva, poderosa, lista para navegar por las interminables páginas de
Internet que hablan sobre ciencia, tecnología, política mundial, esoterismo,
alquimia, teorías intrigantes y modelos de aviones. Al día siguiente, los
ladrones entraron en su casa y se llevaron todo, incluido sus interiores y su
laptop. De esto me enteré como a las seis de la tarde de ese mismo día, gracias
a una llamada telefónica de Alejandro. El motivo de su llamada era, no
obstante, de carácter indagatorio: mi amigo quería saber si yo tendría por allí
alguna laptop disponible. Por casualidad sí tenía una que ya no usaba (pues me
acababa de comprar otra), y le dije que estaba a su disposición. Un par de
horas más tarde Alejandro la vino a buscar, y, de paso, me regaló nuevos detalles
del robo. Nos despedimos; mi amigo, lleno de agradecimiento, yo contento de
poder ayudarlo.
El teléfono volvió a sonar en la mañana
del otro día. Alejandro ahora me informaba que me devolvería la computadora.
Arguía que el cable de la máquina estaba soltando chispas. Yo le dije que
estaba enterado, que eran mínimas las chispas y que sólo se producían cuando
conectabas el cable a la corriente. Alejandro objetó que aún así me la
devolvería, que no quería que ocurriera un accidente, que las chispas alcanzaran
sus cortinas, que el apartamento se le incendiara. A mí me pareció exagerado el
asunto, pero había que entenderlo, le acababan de robar su casa, y también, ya
lo dijimos, mi amigo tenía —tiene—sus
bemoles con las cuestiones de la seguridad y, para colmo, la situación del país
se prestaba para los vericuetos del temor. Alejandro dijo entonces que me
llevaría la laptop ese mismo día, tipo siete de la noche. Le respondí que no
había problema y supuse que llegaría como a las once, pues cuando Alejandro decía
—…dice— que va a llegar a una hora
hay que calcular siempre unas tres de aplazamiento. En efecto, mi
intercomunicador sonó a las diez y media. Baja, dijo. Por lo general, él subía
—por lo general la gente sube—, pero en fin, yo bajé y encontré a Alejandro
frente a su carro, la maletera abierta. Me entregó de inmediato un bonito bolso
de laptop con mi vieja laptop adentro. Era un regalo, aclaró, y por supuesto,
se refería al bolso. Luego lo vi inclinarse hacia el maletero y ahí fue cuando
noté la cava. Se trataba de una cava de playa, quizás marca Coleman, grande, de
color azul con tapa blanca. ¿Y eso?, pregunté. Ya verás, asomó enigmático y
luego alzó la cava y subimos a mi apartamento. Una vez adentro, Alejandro la
dejó sobre la mesa de la sala y la abrió. ¿Qué había adentro? Una laptop
reemplazante; alguien, otro amigo, se la había prestado. Claro está, él sabía
que me debía una explicación por la cava. Así que empezó:
—Si
un malandro te ve por la calle con un bolso de laptop sabrá que cargas una laptop.
Y no hay que andar tan bandera por la vida. En cambio, si te paseas con una
cava, creen que eres un borracho más y no te asaltan. Así que nada de ser el
hombre de la laptop. Prefiero, de ahora en adelante, ser el hombre de la cava.
Una anécdota esclarecedora, ¿no? Pues
volvamos al «obrero».
¿Quién era ese obrero? O mejor, ¿por
qué aquel hombre elegante se hacía llamar obrero? Pues bien, todo esto empezó
por el delirio Winchester… No, por el delirio Winchester no. Antes, un poco
antes. Empezó con la novia. Sí, por causa de la novia fue que se dio inicio a
la reparación, y con la reparación fue que aparecieron los obreros. Así que
debemos hablar primero del noviazgo, o por lo menos referirlo, porque tampoco
tengo mucho material para hablar al respecto.
El hombre de la cava encontró novia,
así de sencillo. Aunque jamás lo creímos posible, mi dilecto amigo se ennovió
con una ex compañera de estudios de primaria que reencontró por Facebook y que
vivía en Valencia. Cabe decir que me enteré de que Alejandro tenía novia el día
que me anunció que se iba a casar. La noticia venía como al año de la crisis
nacional, y yo me preguntaba cuándo hubo tiempo para enamorarse, para salir,
para decidir casarse. De lo poco que me había contado, lo único claro era que
se habían reencontrado por Internet. Quizás hoy en día el amor cibernético no
sólo acorte distancias, sino también tiempos y crisis nacionales.
Cierto
cumpleaños de él nos citamos en un Friday´s y ahí fue cuando la conocí. Era una
muchacha del tamaño de Alejandro, enfermera, cuidadora de viejitos, con cara
tierna, voz suave y aspecto de tener una enorme paciencia, o más bien, un
oculto carácter imperioso. No hablamos mucho, ella no se le despegaba y se
limitaba a sonreír y a escuchar las chanzas de los demás. Eso fue todo. Ya para
entonces él me había anunciado que se casarían.
Por supuesto, futura casada casa
quiere, y Alejandro tenía —tiene— un
apartamento en Prados del Este. Él siempre fue —ha sido— el hombre misterio, y en todos los años que tuve —que tengo— conociéndolo, jamás he estado en
ese apartamento; apenas si conozco la fachada del edificio y el piso donde vive
(el 6, con certeza sé que es el 6). Pero según él mismo me contó, el lugar
necesitaba ciertas reparaciones. Lógicamente, requería de obreros, y tales
obreros Alejandro fue a buscarlos a Valencia. La empatía del terruño o,
digamos, la filia geográfica, nada tuvo que ver con su estrafalaria y poco
práctica elección. Alejandro prefería que fuesen de allá, de Valencia, porque,
según él, los obreros volverían a su tierra una vez terminado el trabajo y no
se les ocurriría, por causa del dilatado periplo, volver a Caracas para
robarlo. Era, como puede notarse, otro de sus dilemas de seguridad personal.
Quién sabe si también, en secreto, había concebido un plan pedagógico, aquel
que luego puso en práctica. Quién sabe si, incluso, en el fondo había algo más
que ni él mismo se atrevía a convertir en pensamientos estructurados. Quién
sabe.
Lo que sí es cierto es que con el paso
del tiempo me fui enterando de sus avatares con los obreros, siempre por
teléfono, porque desde entonces no lo volví a ver (aunque sí podríamos decir
que lo vi una vez más o eso supongo).
Por teléfono me contó todo su increíble proceso de remodelaciones infinitas, al
que llamé, en conversaciones con los muchachos, «el delirio Winchester», pues
con cada nuevo contacto telefónico yo sentía que aquel trabajo se parecía más y
más a la historia de Sarah Pardee, viuda de William Winchester, heredera
multimillonaria pero al mismo tiempo infortunada de la Winchester Repeating
Arms Company.
La historia es así: después de la
muerte de su marido, la señora Pardee, coaccionada por una médium que se había
ganado su confianza, se dio a la idea de creer que las miles de personas que
habían muerto bajo el fuego de las armas Winchester la acosaban desde la
oscuridad para condenarla a la muerte y al Infierno. La asesora paranormal le había
asegurado que los difuntos irían adonde ella estuviera; así que, con el fin de
confundir a aquellos espíritus inagotables, propuso la mudanza a una nueva
mansión, pero además aconsejó el agregado irrestricto de habitaciones,
corredores, alas y trampas tales como escaleras que daban al techo, puertas que
se abrían al vacío y salones de espejos. Hasta el día de su muerte, Sarah
Pardee tuvo obreros en su casa.
En una situación similar se encontraba
mi empeñoso amigo. Tan parecida se me antojaba, que hasta llegué a preguntarme
si, al igual que la señora Pardee, él también escapaba de algo, quizás, en su
caso (y en su casa de Caracas), de la definitiva instalación de su prometida.
Pensé incluso que, en el fondo de su alma, Alejandro no se resignaba a perder
su célebre y longeva soltería. Pero nada de esto lo conversé con él. Yo me
limitaba a escucharlo hablar de los obreros. Nunca, debo decir, aclaró cuántos
tenía; eran, simplemente, los obreros.
Podían ser dos o veinte o cien. No eran más que un grupo impreciso de hombres
grises que no sólo le remodelaban el apartamento, sino que además estaban allí
para ser educados por él. Si el obrero escupía, Alejandro le advertía que eso
no era correcto; si decía una grosería, le llamaba la atención; si decía
«haiga», le indicaba el error y lo corregía. Mi amigo se empecinaba en su labor
altruista con pasión de cruzado; me daba incluso la impresión que le importaba
más lo didáctico que la infatigable remodelación o el mismo matrimonio.
Con el tiempo, las noticias de
Alejandro se hicieron cada vez más insólitas. Algo dijo sobre estarles leyendo
el Quijote en voz alta mientras ellos trabajaban. Me parece también haberlo
escuchado decir como de pasada que había —o les
había— alquilado La naranja mecánica. En
una circunstancia, con cierta alevosía, le pregunté cuándo se casaría. Él
respondió, categórico, que cuando terminara las reparaciones. Yo comenté como
de pasada que el asunto, por lo visto, iba para largo, pero él volvió a
hablarme de los obreros, de lo poco que conocían su oficio, de cómo su labor,
la de él, le recordaba los trabajos de Sísifo.
Total que Alejandro no terminaba de
casarse. Su novia seguía viviendo en Valencia, y él se acrecentaba en su
delirio Winchester. Para el momento en que llegó el correo indicando la fecha,
hora y el lugar del almuerzo navideño, Alejandro llevaba unos cuatro meses en aquello.
Yo confirmé mi asistencia y el resto de los muchachos también. Nuestro amigo
fue el único que no respondió. En consecuencia, procedí a llamarlo con el fin
de preguntarle si iría.
—Oye,
no sé… —balbuceó entre esquivo y apresurado— Todavía les falta, no están
listos... Hasta he tenido que enseñarles a pintar…. Además… la hora del
almuerzo… siempre la aprovecho para… Hoy alquilé Fitzcarraldo… No sé, muy ocupado… Yo te aviso… No están listos…
Aunque uno de ellos… quizás uno de ellos sí… No sé, ya veré…
Colgamos,
no creí que asistiría al Tarzilandia. Y en efecto, no se apareció, pero en
cambio, allí estaba aquel obrero, o quien se había hecho llamar obrero. Algo en
su rostro, en su modo de moverse, me pareció familiar. Quizás sólo debía pensar
un poco más para precisarlo.
Por su parte, el personaje, convidado
por mis contertulios con divertida amabilidad, tomó asiento en el puesto que
hubiera correspondido, de haber asistido, a nuestro amigo Alejandro Castillo.
—Me llamo, queridos amigos, Wilmison.
Pero ya ese nombre no me complace. Ahora me hago llamar Ruyard. Es un nombre
más adecuado a mi nueva forma de ser. A mi nueva esencia.
—Ruyard —medité—, como Ruyard Kipling,
el autor preferido de Alejandro.
—Así es, lo ha entendido perfectamente
—respondió y se quedó allí, recto, perfumado, silencioso. Me parecía que se
divertía con la situación. Mis compañeros también. Quizás querían ver hasta
dónde llegaba todo aquel disparate.
—Bien, ¿de qué conversaban? —continuó
el hombre, acomodando ligeramente los cubiertos que tenía ante él.
—De Hitchcock y la taxidermia —solté
yo. No sé por qué, no quería que los demás intervinieran. Tenía sobre mí la
lóbrega convicción de que el obrero estaba bajo mi responsabilidad, como si
fuese mi obligación salvarlo de algo, o incluso como si estuviera salvando de
ese algo a mis amigos.
—La taxidermia, interesante tema.
¿Sabían ustedes que Christoffel Termeer, fundador de la famosa dinastía
holandesa de taxidermistas ter meer, fue un gran cuenta cuentos y un excelente
titiritero que se fabricaba sus propias marionetas?
—No lo sabíamos. Ni idea de quién es
este señor Chris… —respondí y callé, de pronto golpeado por la certeza de que
estaba a punto de determinar la huidiza semejanza que latía en mi mente. Aquel
obrero, aquel obrero era muy parecido a…
—No importa —dijo condescendiente
Ruyard—. Lo llamativo de todo esto es el tema de la marioneta. ¿Saben?, se me
ocurre que hay una relación entre la marioneta y el animal disecado. El animal
disecado es como una marioneta sin hilos y sin movimientos. Una cosa que está
allí representando un papel que alguien le dio, un papel eterno en el escenario
de su imaginación. Piensen, por ejemplo, en el diorama de Jules Pierre Verreaux
llamado Correo árabe atacado por leones, una
de las obras maestras de la taxidermia. El diorama fue realizado por la Maison Verreaux,
gabinete o almacén de ciencias fundado en París en 1803 por Pierre Jacques
Verreaux. La Maison llegó a su apogeo en 1835, tiempo en que sus tres
hijos, Jules, Édouard y Alexis tomaron el negocio. Tenían todo para triunfar,
porque los tres fueron hábiles comerciantes, aventureros y naturalistas, pero,
sobre todo, taxidermistas excelsos. Para esa fecha, la de 1835, el almacén
satisfacía la demanda de coleccionistas privados y museos del mundo gracias a
un inventario estimado en siete mil animales disecados. El Correo árabe lo realizaría Jules Verreaux para la Exposición
Universal de París de 1867. El taxidermista ya contaba con sesenta años, y era
todo un maestro, lo cual demostró de sobra con este magnífico diorama cuya
fantasía lo ubica en algún desierto del medio oriente. Se trata de cuatro
figuras, un dromedario, su jinete (un maniquí) y una pareja de leones. El
diorama, cabe decir, era una forma de entretenimiento en aquel entonces. La gente
se emocionaba al verlos, soñaba, alucinaba. Y este diorama es uno de los más
espléndidos que jamás se haya concebido. Vemos allí a un león que intenta
montarse con sus garras sobre el dromedario, y vemos al jinete, apoyado del
cuello de su animal e intentando a la vez clavarle una daga al fiero enemigo.
Más allá, una leona yace en el suelo, abatida por el disparo del jinete; el
arcabuz, ya inútil, posa a lo largo del cuerpo de la bestia muerta. La
representación es colorida y está también bellamente cargada de telas en torno
a las cuales giran la furia del león, el espanto del dromedario y la tensa
defensa del jinete. Realismo, vida, movimiento, escenario y marionetas,
marionetas estáticas que Jules Verreaux nos dejó, y que hoy día podemos ir a
contemplar en el Museo Carnegie en Pittsburg.
Quedamos en silencio, Ruyard sonreía, satisfecho de sí
mismo. Yo, por mi parte, sentía que cada vez estaba más cerca el momento de
descubrir a quién se me parecía aquel hombre. No obstante, no podía
concentrarme. Sentía que todo el peso de la escena caía sobre mí. Era como si
fuese mi obligación lograr que todo saliese bien.
—Fascinante —dijo uno de los muchachos, quizás realmente
fascinado.
Otro dijo algo más, cualquier tontería halagüeña. Luego
volvió el silencio. Tomamos, comimos. Yo salí al paso y pregunté cómo estaba Alejandro.
—Está bien, y nosotros mejor
—respondió.
—Ustedes mejor —dije.
—Sí, nosotros, los obreros.
—Los obreros cultos —soltó, sarcástico,
uno de los muchachos. Había llegado el momento de probar al recién llegado.
Quise decir algo, no me salieron las palabras.
—No sé si soy culto, mi señor. Sólo sé
que tengo muchas ganas de aprender.
—Claro, y uno aprende de taxidermia
como aprende de historia nacional —atacó otro.
—La taxidermia es un tema como cualquiera.
—Sí, claro, y el latín.
—Oh, el latín. Eram quod es, eris quod sum. Es decir, yo era lo que tú eres; tú
serás lo que soy. El latín es un gran tema, sin duda.
—Como la poética de Góngora —encajó
alguien, mordaz.
—También. Góngora, el gran maestro
enrevesado. Templado pula en la maestra mano el
generoso pájaro su pluma, o tan mudo en la alcándara, que en vano aun desmentir
el cascabel presuma…
¿Desean hablar de Góngora?
—No sea ridículo —espetó entonces un
tercero, visiblemente harto.
—Amigos, por favor… —acomodé con
urgencia, pero fui interrumpido por Ruyard.
—Ridicule,
una loable película de Patrice Leconte de 1996. Está ambientada en el siglo
XVIII francés, y mueve sus escenas a través de la corte del Palacio de
Versalles. Allí el estatus, la fama, la buena fortuna de los contertulios
depende de su habilidad para lanzar retruécanos, ironías, sarcasmos… Siempre
con la idea de evitar ponerse en ridículo. Esa película me recuerda un poco
esta mesa, pero sin los vuelos verbales que en ella uno aprecia.
—No
estamos aquí para hacer el papel de refinados mariquitas decadentes —volvió el
primero que había hablado de los obreros cultos.
Ruyard
se le quedó mirando. Sonrió, alzó la frente, habló.
—Ni yo para soportar malcriadeces.
—¿Está
hablando en serio? —casi se carcajeó otro, ya no recuerdo quién. Lo cierto es
que la indignación y, no pude dejar de notarlo, el espanto, daban dentelladas
sobre la mesa. La imagen de un león sereno y acechante, marioneta quizás de
Verreaux, lista para saltar y destrozar al menor gesto de su amo, es perfecta
para sintetizar aquel momento.
—El señor Alejandro Castillo no hace
otra cosa que hablar en serio —respondió Ruyard con el rostro de pronto
oscurecido. —No sé por qué miré sus manos, el cuchillo. Me pareció que apretó
el mango con más fuerza—. ¿Alguien duda de la seriedad del señor Alejandro?
Como si hubiéramos caído en cuenta de
que acabábamos de cometer un grave error, comenzamos a deshacernos en un mar de
excusas. Aun así, Ruyard se puso de pie.
—Esperaba pasar un buen rato en
inteligente compañía —acotó—. Pero creo que no soy bienvenido.
—Disculpe si lo ofendimos —porfié
abatido y, justo cuando iba a continuar, descifré aquello que me había llamado
la atención en el rostro de Ruyard. De pronto lo vi. Ruyard, aquel obrero
otrora llamado Wilmison, tenía cierto aire con Alejandro Castillo. Algunos
rasgos y algunos pequeños gestos de mi amigo se asomaban proteicos,
escurridizos en el rostro de aquel hombre. Se hubiera podido pensar que quien
estaba frente a nuestra mesa era el mismo Alejandro escamoteado, como si un
experto maquillador de teatro o de cine hubiera tomado su rostro y lo hubiera
cambiado con polvos, algodones, gomas y hebras. Me atrevo a decir que hasta
algo de taxidermia había en ese personaje, algo de cosa muerta que simulaba
estar viva. Algo aterrador.
—Igual tengo otros asuntos que atender
—completó Ruyard, y luego hizo una reverencia y se marchó. En medio del
silencio incómodo que el incidente produjo, recordé lo que Alejandro me había
dicho el día anterior. «Todavía les falta», eso había dicho. Pero, ¿a quiénes
les faltaba y qué les faltaba? ¿A los obreros? ¿Les faltaba trabajo en la casa
por concluir, o trabajo en el desarrollo de su educación? También recordé sus
últimas palabras. «Aunque uno de ellos… quizás uno de ellos sí». ¿Uno de ellos
sí qué? ¿Sí estaba listo? ¿Era eso? ¿Ese que sí estaba listo había sido aquel
Ruyard que nos acababa de dejar?
Alguno de los muchachos dejó ir un
chiste, otro comentó que era hora de seguir con el almuerzo, otro se echó un
trago. Seguimos. No fue igual, pero seguimos. Derivamos los temas, rememoramos
la última porno del mago Sandor con Gianna Michaels, nos reímos un rato de la
fauna literaria vernácula y de sus pretensiones de gran mundo en este
campamento militar que se ha convertido el país y zarandeamos una que otra
tontería risible. Nadie habló de Alejandro ni del abrupto obrero. Todo había
sido muy extraño, demasiado incoherente. No había manera de comentar aquello
con palabras. ¿Cómo se comenta una trasgresión de la realidad? ¿Cómo el hombre
profano glosa la oscuridad del milagro? Preferimos actuar como si lo que había
sucedido era tan aparentemente normal, trivial y en cierta manera innoble, que
no merecía nuestros comentarios. Yo, por mi parte, no pude apartar de mí el
retrato mental de Alejandro sobre un dromedario yendo por un desierto
blanquísimo e inmenso al que se accedía a través de las paredes recién pintadas
—y blanquísimas— de su casa. Tras el dromedario, tras Alejandro, avanzaban en
silencio, agazapados, una jauría de leones. Dos, diez, veinte, cien leones,
cien obreros de su casa.
Después
del episodio del restorán llamé a Alejandro varias veces, no recuerdo cuántas,
quizás unas seis. Siempre me atendía su novia, quien, desde la primera vez que
me habló al teléfono, dijo estar de visita en Caracas. Comentaba siempre que el
apartamento estaba quedando bello, que pronto podría casarse, que pronto se
mudaría. Decía que «Alecito» (así lo llamaba) estaba trabajando, que no paraba
de pintar paredes. Yo lo imaginaba subido a un andamio, de espalda a mí, con la
mano alzada y la brocha en la mano, en gesto de pintar. Concebía también a los
obreros abajo, tres, seis, nueve obreros con la cabeza alzada, mirándolo
trabajar, o quizás aguardando que bajara, quizás meditando si treparse o no,
sus manos como garras.
La
última vez que hablé con ella sonaba más que hastiada. No cabía duda de que mis
llamadas le molestaban, que había llegado al punto máximo de aguante. Respondió
cortante a un par de mis comentarios, al tercero apenas gruñó y al cuarto me
frenó sin piedad:
—¿Qué, mi amor?—La voz de mi amigo (o
la que sonaba como la voz de mi amigo) se escuchó al fondo, indistinta. Ella
continuó—: Claro que le digo, mi amor, sí… —Luego a mí—: Ajá, manda a decir
Alecito que pronto te llama. Que ya sabes, entre la situación del país y las
reparaciones no tiene cabeza para nada. Pero que pronto te llama. Que esperes
su llamada, ¿sí? Hasta la vista.
No volví a llamar. Fui obediente. Es
justo decir que él, o quien creo que fue él, sí devolvió la llamada... Aunque
antes debo hablar de lo otro. De lo que desencadenó mi súbita visita y la
cadena abominable de clones, o de dobles, o de marionetas, como se prefiera.
Un sábado en la tarde, al cabo de un
par de meses de la última conversación con la enamorada de Alejandro, tropecé
en una panadería con una conocida que era profesora del colegio donde él
trabajaba. O eso por lo menos creía yo, que allí trabajaba, porque,
precisamente, me enteré gracias a ella que Alejandro había dejado las clases de
literatura para dedicarse totalmente (ella, claro está, estaba al tanto) a la
famosa remodelación del apartamento. Apuntó además que el nuevo sustituto de
Alejandro se llamaba Ambrosio, y que había sido recomendado por él mismo. Mis
pensamientos me llevaron sin excusa al Ambrose Chapel de Hitchcock y además, de
manera ineludible, a la figura de Ambrose Bierce, segundo autor favorito de
Alejandro. Hacia el final, la mujer me aportó algo más. Ese algo más fue el
detonante, lo que me hizo imprudente, lo que me llevó a tocar puertas. Esto es
lo que ella me contó:
—Te va a parecer raro… Pero bueno, te
lo cuento… Porque en realidad tengo que sacármelo del pecho… Mira, en cierta
oportunidad yo fui a comprar un almuerzo para llevar… Ya sabes, el colegio, el súper
mercado y el apartamento de Alejandro quedan bastante cerca… Y bueno, no me
pareció raro conseguirme allí, en la cola del servicio de comida del súper, a
la futura señora de Alejandro. Tampoco, debo aclarar, me causó ruido el hecho
de encontrarla acompañada de un hombre alto y muy distinguido. La gente tiene
sus amigos y anda con quien quiera. Luego de unos cordiales saludos, ella me lo
presentó como Giacomo, uno de los obreros que trabajaba en la remodelación del
apartamento. Me explicó, sin que sonora forzada, que estaban allí para
comprarles almuerzo a los trabajadores y a Alejandro, al tiempo que el hombre
me saludaba con un beso de mano, muy cortés y galante. Yo no sé, no me vayas a
pensar loca, pero aquí sí viene la parte extraña. Aquel Giacomo, te cuento,
aquel Giacomo me dio la misma sensación que me dio Ambrosio, el profesor
sustituto… Bueno, la cosa es que me pareció que ambos… que ambos tenían un
cierto aire, un yo no sé qué, con Alejandro… —calló por unos segundos, yo no
supe qué decir. Ella se apretó los labios, prosiguió—: He estado pensando que
eso pasa, ¿sabes?… Empezamos a descubrir en otras personas el rostro de alguien
querido que no vemos desde hace tiempo… Eso pasa, ¿no? Eso pasa…
No le hablé de Ruyard, del parecido que
yo también le había notado con nuestro común amigo. No le dije nada y me
despedí. Ya en el carro me cayeron encima otras constataciones. Estaba
Ambrosio, como Ambrose Bierce, y como Ambrose Chapel; estaba Ruyard, como
Ruyard Kipling; y ahora estaba Giacomo, como Giacomo Casanova. Alejandro me
había hablado de él en un par de ocasiones, pues el famoso seductor, como todo
hombre de su época medianamente culto, había estado relacionado con la magia y
el ocultismo, o por lo menos, con más de una estafa derivada de lo mismo. Ese
tipo de personajes, por supuesto, eran el objeto de estudio, la carne
predilecta de mi amigo.
No lo pude evitar, volví a pensar en
Alejandro en medio del desierto blanco que estaba al otro lado de las paredes
de su casa. Lo vi montado sobre su dromedario, rodeado esta vez muy de cerca
por los leones, la escena estática, tensa, justo un segundo antes de que las
bestias se lanzaran, justo un segundo antes de que mi amigo fuese víctima de la
muerte en medio de aquel exilio blanco, infinito, laberíntico en su inmensidad.
El laberinto perfecto es el vacío. Allí se pierden los locos, en el laberinto
del vacío.
Manejé hasta la casa de Alejandro.
Esperé a que entrara un vecino, subí por las escaleras, llegué al piso 6. Ya lo
dije antes, nunca he sabido el número del apartamento, pero eran apenas dos por
piso, así que elegí una puerta al azar, toqué el timbre, una y otra vez lo
toqué. Me abrió ella, la novia, su mujer.
—Vine a visitarlos.
—Estamos ocupados. Pintamos.
—¿No puedo pasar?
—Esto está hecho un desastre. No
quisiera yo… Ya sabes cómo somos las mujeres.
—¿Y Alejandro está? ¿Puedo verlo?
—De verdad está muy ocupado.
—Sólo quiero saludarlo. No me tomará
más que unos minutos. Luego me voy.
Ella quedó pensativa, luego entreabrió
la puerta y me dejó ver dentro de la casa. Allá, al final, entre periódicos y
muebles tapados con telas, vi un andamio, y sobre el andamio, de espaldas, a un
hombre muy alto, en bragas y con el brazo levantado, sosteniendo una brocha. Lo
más increíble, lo horrendo de aquello: el brazo no se movía, la brocha no
pintaba. La palabra Verreaux me vino a la mente.
—Alejandro —dije.
—Hola, amigo —saludó una voz que
parecía ser la del hombre de la cava. Aunque tenía un tono impostado, como
metido en un tambor… en una cava.
—¿Todo bien?
—Todo bien, amigo. Pero ahora no puedo
atenderte.
—Sí, entiendo, estás ocupado.
—Mucho amigo. Pinto, y además, ya
sabes, las cosas no están como para salir. Toda la situación del país. Hay que
resguardarse en casa.
—Sí, bueno… el país, sí…
—Adiós, amigo... Te llamo pronto.
Iba a decir algo más, pero la prometida
de Alejandro intervino:
—Él te llama, te lo habíamos dicho.
La mujer empezó a cerrar la puerta, sin
prisa pero decidida. Con el movimiento fue desapareciendo mi amigo (o aquel
maniquí o aquel hombre disecado o aquella marioneta estática que se supone era
mi amigo), y una vez que ya no estuvo él, también se fue esfumando el rostro de
ella, y luego sólo quedó la madera. La madera en mis narices.
Como era sábado me fui a la casa. Mi
edificio queda en una calle ciega y no tiene estacionamiento propio. Cuando me
bajé, lo vi. Estaba en la puerta del edificio de al lado. Era un hombre de
anteojos oscuros, vestido de negro. No se movía. Se limitaba, así lo creí yo, a
mirarme. Saqué las llaves, abrí la reja de entrada. Entré, subí apresurado. Ya
en el apartamento me asomé por la ventana de la sala. El hombre seguía en la
misma posición. Al cabo de unos minutos volví a asomarme. Ya no estaba.
¿No hace falta decirlo, verdad? No hace
falta decir que aquel hombre, a pesar del disfraz misterioso, tenía cierto
parecido con mi amigo Alejandro Castillo. Como también lo tuvo aquel otro que
vi parado bajo un árbol el lunes siguiente en la mañana, cuando salí para mi
trabajo. Y también aquel otro que estaba en la mesa más alejada de la panadería
donde suelo desayunar. Y también todos aquellos que pillé entre la multitud en
los centros comerciales, en las calles, en los carros del tráfico…
Una madrugada sonó el teléfono de mi
casa.
—Amigo, no hay salida… El desierto, las
paredes de adentro… —dijo una voz lejana que identifiqué con la de Alejandro. Y
luego, con sonido de estática, más a la distancia aún—: Los leones… las
marionetas… ten cuidado…
Después de esa llamada, desaparecieron
los hombres parecidos a Alejandro. La vida, dentro de lo que se puede, fue
volviendo a la normalidad. No hubo más rostros, pero tampoco hubo más de
Alejandro Castillo. Tengo unos cinco años sin saber nada él, desde entonces no
ha pasado mayor cosa. Aunque de vez cuando me parece que una cara… que una cara
se asoma, me da un toque, me dice en silencio que recuerde lo sucedido y luego
se va, se va por el laberinto.
Y sí, he estado pensando en llamarlo de
nuevo, en hacer las paces (como si alguna pace hubiera que hacer); incluso he
pensando en visitarlo y darle las gracias (como si en verdad tuviera que
agradecerle algo). Pero no sé, ahora no estoy más tranquilo. Sigo sin entender
lo que pasó (como si hubiera pasado algo), y cada vez me siento más vacío de
espíritu y más lleno de pólvora. Así que una cosa es la calma, esa calma de
afuera de la que hablé, y otra, la tranquilidad. Con demasiada frecuencia
siento que esa pólvora que me rellena se va encender y que yo voy a reventar.
Vivo en ese miedo inevitable. Ese miedo que me paraliza, ese miedo del desierto,
eso que soy, eso que somos.