miércoles, 21 de noviembre de 2012

INSTRUCCIONES PARA LEER ESTE LIBRO




Por Alberto Hernández


1
Sí, en efecto, se trata de un manual de lectura al estilo Fedosy Santaella. Así como nos llevó de la mano para ser testigos de diversos crímenes en Piedras lunares (Ediciones B, Caracas 2008), ahora intenta otra maldad: provocar desequilibrios emocionales en quienes osen meter la nariz en estas casi doscientas páginas. En todo caso,  es un manual de maldades ingeniosamente construidas, verbalmente reveladas con la intención de que el lector se deje enamorar, chantajear y hasta alucinar por quienes levitan en estas hojas que Santaella, una vez más, ha creado para felicidad de algunos gustos, tan alevosamente enfermizos como el mismo narrador que los retrata. Estamos frente a una inteligencia muy peligrosa, delicadamente peligrosa.
Es decir, usted, inocente lector, mira con ociosa manía los cinco pasos para llegarle a este libro: 1) Empiece por este introito delirante (y esperemos que no salga corriendo); 2) Siga con estas historias realistas; 3) Dispóngase a disfrutar de este interludio (aproveche y rece por nosotros); 4) Ahora prepárese a padecer esta “libreta del no sé qué”; 5) Contemple una pintura de Malevich y luego léase estos “cuentos descabellados”, y 6) Cierre el libro antes de que el libro lo muerda. Gracias por leer, amén.

Cada paso contiene un lote de historias, unas interconectadas a través de personajes comunes, otras ligeramente alejadas y tras otras que navegan en la soledad de tramas y dramas muy particulares, remotas.  Es decir,  el que nos convoca a seguir el laberinto, una voz intrépida, ásperamente imaginaria, travestida en narrador que se sale de las historias y nos quiere involucrar en la realidad, sólo que el lector ya está atrapado por la ficción. Ya es ficción. Digamos que desde esta trampa, desde esta perspectiva, Fedosy Santaella nos invita – sospechosamente amable o amablemente sospechosa- a caer en una celada. Pero nada, somos ficción y como tal seguimos atados al contenido de un libro que se lee con el concurso del mismo autor, quien nos guía, solícitamente, por los caminos de esta larga lista de minirrelatos y cuentos de cierta extensión.

2
Contador de historias como se define, Santaella ha escrito un libro donde el humor escuece, pica, hincha y deshincha, muele cánones y se deshace de las bufandas de ciertas posturas intelectuales. Son historias torcidas, absurdas, cínicas, irónicas, cómicas, dolorosas, insensibles, sensibles, insidiosas, retrecheras, amables, alocadas, creativas, insistentes, incorrectas, conspirativas, dañosas, curativas, demenciales, deletéreas…son historias que reconstruyen al lector. Lo hacen de nuevo. Y también lo desfiguran. Se trata de relatos, cuentos y chismes que alteran el ánimo, lo inflaman y lo apostillan. Son cuentos que podrían servir de testimonios culposos. Cuentos de alcoba, de salón, de baños, de aceras. Cuentos sin rubores. Testimonios sin pelos en la lengua.

Uno de los inquilinos de  esa imaginación afiebrada, de esa máquina de inventar llamada  Fedosy Santaella, es Sinseso, un personaje que aparece y desaparece del mapa narrativo, un personaje que no pega una nunca. El típico fracasado. Un sujeto imposible muchas veces. Y tan real la mayoría de ellas, porque en este mundo hay de todo, tanto que existen estas Instrucciones para leer este libro (bid & co. editor, Caracas, 2012 ) como si se tratase de una modernísima versión del Manual de Carreño al revés y del libro Mantilla más al revés pero sin abecedario. Pues bien, sí, ciertamente, es un libro de mal comportamiento, mala conducta, como dicen, no bien recomendado. De dudosa reputación. Y quien ose leerlo debe tener en cuenta que el corazón también falla. No; no se trata de un novelón. Es que el libro se las trae y lo demás es cuento chino, aunque sí, hay un cuento de chino.

3
Para muestra, dos botones, leamos:

“-Te advertí que te amaría hasta la locura –dijo A sonriente.
-Sí, hasta mi locura- respondió B, y se lanzó por la ventana”.
El tipo no respeta, definitivamente. Es un libro loco, como deben ser los libros inteligentes. Como deben ser los libros felices, los que sirven para llevar a todas partes.

He aquí otro:

“Una vez que hubo pasado el berrinche del niño, ya en la fase del puchero con gimoteos, la madre se acercó a consentirlo, a mimarlo y a limpiarle los lagrimones que aún le quedaban. El niño apartó las manos adultas y dijo:
-Mami, no me quites las lágrimas, que aún las estoy usando”. 

Si usted, amigo lector, no ha quedado convencido, busque el libro y verá. Eso sí, siga las instrucciones al pie de la letra.

4
 Y para cerrar la puerta, usa este llavero:

“Y no se olvide de esta frase reveladora:

Men are born ignorant, no stupid; they are made stupid by education”,   
 palabras que encajó por ahí don Bertrand Russell.

En todo caso, en este libro hay muchísima educación (aunque usted no lo crea), sólo que quien no lo sepa se tropieza con su propia ignorancia, que puede rayar en la estupidez. Por esa razón, créalo, la educación conduce las más de las veces a la estupidez. Y a la ignorancia.

jueves, 11 de octubre de 2012

¿Quién?





Hace unas cuantas décadas atrás hubo una señora del interior del país que trabajó para un político de alto rango. Estuvo con la familia de ese político muchos años, y ellos la ayudaron a construirse una casita en Petare. La señora, cuando ya llegó el tiempo de su vejez, se volvió a su pueblo y se quedó a vivir en la casa familiar que había sido de su madre; allí todavía vive. La casa de Petare quedó para los hijos: una hembra y un varón. La casa, como suele ocurrir en estos casos, fue creciendo hacia arriba. Encima del techo construyeron otras habitaciones y encima de esas habitaciones otras habitaciones. La original, la de la planta baja, se la quedó la hija de la señora. Allí la hija montó un comedor popular auspiciado por el gobierno revolucionario. El comedor casi nunca abre, pero la hija, ya una señora, igual cobra. Cobra ella, cobra su hija y cobra una comadre de ella, las tres como trabajadoras y encargadas del comedor  solidario. Los alimentos que, sin mayor control, les manda el gobierno (las papas, las cebollas, los tomates…), la señora los vende a los  vecinos y así se mete aún más dinero. La señora, por supuesto, adora al gobierno revolucionario y adora, sobre todo, al Presidente Chávez. No hay comedor, no se trabaja, pero hay dinero. El hijo de aquella doñita del principio de la historia, es decir, el hermano de la encargada del comedor solidario que adora al Presidente, estudió enfermería. Se esforzó muchísimo y hoy día trabaja en varias clínicas, para más o menos mantenerse. Este señor vive en uno de los anexos superiores de la casa original. Es muy trabajador y todo lo que tiene lo ha conseguido a fuerza de empeño, como por ejemplo, su flamante carro, que no era nuevo pero estaba en muy buenas condiciones al momento de la adquisición. ¿Cómo se compró ese carro?  Ya lo acoté¨: trabajando, y no de buenas a primera. Antes tuvo un carrito, luego otro, y luego otro, y así, poco a poco, llegó a tener éste, que es el mejor que ha tenido hasta el momento. Este señor no es adepto al gobierno, nunca lo ha sido. Pues bien, el día de las elecciones, aquella señora va y pone un afiche enorme —pero realmente enorme— del Presidente Chávez (del candidato Chávez) en toda la fachada de la casa que comparte con otras familias, entre ellas, la de su hermano. El hermano, nuestro enfermero, al ver que su hermana ha puesto, sin consultar, un afiche inmenso del Presidente en la casa que a ambos pertenece, se enoja y raya el afiche con un cuchillo en un ataque de furia. Es verdad, no es el mejor comportamiento del mundo, pero este señor ya está más que harto. La hermana, al darse cuenta de aquello, arma todo un escándalo y, enrojecida y justiciera, entra en su casa, toma unas tijeras y corre al estacionamiento de la casa, donde el único carro es el del hermano. ¿Qué hace la señora? Pues le pasa la tijera a todo el carro. Por supuesto, en esa casa que alguna vez una señora lograra con mucho esfuerzo, en esa casa, los dos hermanos se han declarado una guerra casi a muerte. Él dice que va a demandar a su hermana, y hasta a la policía acudió. Ella dice que no le interesa nada, que con su Presidente nadie se mete. Gritos e insultos van y vienen. La pintura del carro saldrá como en 7000 bolívares, la hermana vocifera que no pagará nada. Y una vez más, van y vienen los gritos y los insultos. No hay calma, no se ve una posible salida. ¿Quién cree usted que sea el culpable de todo esto? ¿Quién, sobre todo, podrá calmar estos ánimos? 

(No es un cuento, por cierto. Es real.)

lunes, 1 de octubre de 2012

Un candidato de carne y hueso





Por razones ajenas a mi voluntad, vi por TV la concentración del candidato Henrique Capriles en la avenida Bolívar. Cuánta emoción, cuánta gente contenta, cuánta alegría. No había nadie alzando puños. Nadie con la típica expresión del justiciero revolucionario, siempre arrecho porque todo lo que hicieron otros está mal, según la creencia de ellos mismos, claro está. En la revolución parece no haber espacio para la alegría, a menos que sea en la propaganda, allí donde todos tenemos un gran corazón venezolano. En la propaganda revolucionaria, ahí sí todos se aman. Cuánto descaro.
En fin, la concentración de Capriles en Caracas. Realmente conmovedora. Capriles, sin duda, es otro distinto a aquel que empezó la campaña. Se ha fogueado duro y domina la escena. La excelente crónica de Leonardo Padrón habla mejor que mi texto de dicho tema. Yo en cambio, de lo que yo quiero hablar, es de la llegada del candidato. Mientras Capriles lo hacía muy bien, aproximándose en aquella camioneta, saludando y recibiendo el entusiasmo de su gente, en la tarima alguien hablaba. Yo la verdad que estaba con el corazón en la mano, confieso que tenía ganas de llorar de lo magnífico y lleno de luz que me parecía todo aquello. Pero entonces, pero entonces, aquel que hablaba en la tarima dijo algo. Dijo algo que yo la verdad todavía no me lo creo. ¿Será que escuché o entendí mal? No sé, no creo. Pero lo que dijo aquel alcalde corrido en cientos de mítines, como él mismo informa, fue que el candidato Henrique Capriles Randonski era un Elegido por el destino, el Elegido por Dios para gobernar a Venezuela.
Acá no hay lengua humana posible que describa lo que sentí. Mejor pensemos en los emoticones del chat de un teléfono móvil. Mejor pongamos unas de esas caritas con la boca en forma de “s” acostada y los ojos grandes como dos huevos fritos, o esa otra carita que es verde y tiene la boca más arrugada aún. Mejor pongamos sí uno de estos emoticones, que pueden más que mil palabras. Porque en verdad, yo en aquel momento, no me lo podía creer.
Sí, cómo no, vivimos en un país católico, y yo soy católico y creo en Dios. Y sí, cómo no, nuestro candidato (el mío, Capriles) ha demostrado ser creyente. Sí, todo eso está bien. Pero de allí a decir que Capriles es el Elegido del Destino y de Dios… Pues lo siento, pero no hay justificación. Flaco favor le hace al flaco quien eso dijo.
¿No hemos aprendido nada en todo este tiempo? ¿Vamos a seguir insistiendo en el misticismo barato, en la manipulación mítica y en el populismo cuasi religioso que tanto daño les han hecho al país? ¿Vamos a seguir viendo a nuestros líderes de esa manera?
Yo creo en Henrique Capriles, creo en él como un hombre joven y lleno de energía, capaz de luchar para sacarnos del atolladero en que esta mala revolución nos ha metido. Creo en su amor por el país, en su capacidad para trasmitir un mensaje de concordia y paz, en su educación e inteligencia para gobernar con sensatez y llevarnos a buenas aguas. En eso creo, y no, nunca jamás, en el líder elegido por Dios. ¿Ya no tuvimos (o tenemos, lamentablemente) a uno de esos líderes mesiánicos, al hijo sagrado de Bolívar, al elegido para cambiar el rumbo de este país y traer la felicidad eterna con su revolución? ¿Ya no hemos tenido suficiente de eso?
Los políticos, nuestros políticos, deben tener cuidado con lo que dicen. En el camino de esta Venezuela nueva, se debe cuidar de los excesos del discurso. ¿El discurso no afecta? Pues vean cómo las diatribas del odio nos han llevado adonde estamos. De verborreas estamos cansados, de líderes elegidos por el destino y por Dios también. Estamos en una tierra de mortales, en una tierra donde nadie dura una eternidad, y donde los mandatarios duran el período electoral que les toca. Estamos en una tierra donde hace falta personas conscientes de sus errores, capaces de aprender sobre la ruta, capaces de rectificar, personas que no están montadas sobre nubes y que no se deben en exclusiva al Destino o a Dios. Sólo eso, yo no quiero un Elegido de las alturas, quiero a un candidato elegido por votación popular, a un ser humano, de carne y hueso.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Un asalto y dos momentos derivados




           
            El asalto
Me asaltaron (otra vez, sí). Estaba integrándome (el verbo integrar es un eufemismo) a la tranca de la autopista del Este, cuando me asaltaron. Yo iba ya para mi casa, luego de una agotadora faena de clases en la universidad. Había pasado el día dando lo mejor de mí a los jóvenes estudiantes, lo mejor de mí a un grupo de venezolanos, trabajando, aportando desde la docencia (eso creo firmemente) mi contribución de buen futuro al país, y de vuelta, me asaltaron. Me asaltaron en la cola dos tipos que vendían mercancía del candidato Henrique Capriles Randonski. Sí, aquel par «vendía» gorras tricolor (esas, las famosas prohibidas) y afiches y banderitas con el rostro del candidato opositor.
El primero se me acercó por la parte delantera del carro y me mostró su mercancía de Capriles, le hice seña de que no, y luego lo vi hablando con otro que también llevaba mercancía de Capriles. Aquel otro se puso también frente al carro, se alzó la franela y me mostró otro tipo de mercancía: su arma, su pistola. La sacó, la sacó de lo más tranquilo, caminó hasta la ventana y con la cacha le dio dos golpes a mi vidrio. Yo bajé el vidrio, le extendí el celular y le dije: «Toma pues». Dije lo que dije con hastío. Por alguna razón, en mí no hubo miedo ni rabia, sino ladilla. Y me van a disculpar la palabra, pero era ladilla. Ladilla de vivir en un país en el que todos padecemos día a día y con aumento notable la desintegración de todo el buen vivir. Hastío fue lo que sentí, sí. Hastío de esta Venezuela donde la maldad es lo que paga, donde el crimen se promueve desde las altas esferas, donde la impunidad es bandera política y donde un malandro puede andar con una pistola en una autopista a pleno día y no pasa nada.
El malandro me pidió también la cartera, y yo, dentro de mi hartazgo, pensé: La cédula, la licencia, las tarjetas de crédito… no qué ladilla, yo no me aguanto la pesadilla burocrática de todas esas diligencias. Así que lo que hice fue abrir mi cartera y buscar los billetes. Mientras tanto, el malandro, hombre serio a más no poder, me soltó lo siguiente: «Apúrate mamagüevo, ¿o es que tú crees que yo estoy jugando?» Les juro que me provocó soltar una carcajada y decirle: «No, de bolas, tú estás trabajando, pedazo de…» Pero hubiera sido demasiado. Así que saqué mis billetes de la cartera y se los di. El malandro, agradezco su consideración, se conformó con lo entregado y me dejó la cartera. Ya no tendré que ir a bancos despectivos y a instituciones públicas aún más despectivas a hacer interminables trámites para recuperar mis documentos. Así pues, nuestro muy serio malandro se alejó diciéndome mamagüevo otra vez (imagino porque no le entregué la cartera y por mostrarme totalmente hastiado) en ruta hacia otro carro. Allá iba el feliz malandro, con una pistola en medio de la multitud, bajo nuestro agradable sol caraqueño, a cielo abierto, tranquilazo con su mercancía de Capriles, con su gorrita tricolor encajada en el cráneo.
Enseñanza 1: No sólo nos come el miedo, no sólo nos come la rabia, el hastío también nos está tragando.
Enseñanza 2: No confíes en todo aquel que te muestre el rostro de Capriles. El mal se disfraza de esperanza, para luego darnos su estocada de odio.

La denuncia
Seguí mi camino, qué más remedio. Seguí mi camino sin mi celular y sin mi dinero. Fueron unos doscientos bolívares los que le entregué al «vendedor» de mercancía de Capriles, y a cambio no recibí nada. A lo mejor obtengo después de publicar esto, una respuesta escrita del «vendedor», quien, con todo su derecho a réplica, me dirá que soy un infamante, y que él no me asaltó, sino que me vendió la mercancía de Capriles, pero que yo de loco, de despistado, de idiota (o de mamagüevo), no me la llevé.
El asunto es que seguí, seguí mi camino. ¿Qué más iba a hacer? Llegué a mi zona, a mi urbanización, busqué un módulo policial y me estacioné. Hice la denuncia. Hice la denuncia no para recuperar mis cosas, lo que consideraba improbable; la hice porque, como buen ciudadano que me considero, quería advertir a la autoridad sobre lo que estaba ocurriendo en la autopista con el fin de evitarle malos ratos y hasta tragedias al resto de mis conciudadanos. Así que me bajé de mi carro e hice la denuncia. Los policías me escucharon y luego «radiaron» el procedimiento. También me hicieron pasar a una oficina, y allí otro agente me tomó los datos. Me trataron bien, no puedo quejarme. No obstante, el detalle está en lo que viene: estamos tan mal, tan mal como país, tan hartos y por supuesto tan llenos de miedo, que cuando el agente de la oficina empezó a pedirme los datos me puse nervioso, me puse suspicaz. Me imagino que en cualquier comisaría del mundo decente (lo que es decente es esa parte del mundo a la que me refiero) un agente te pide tu nombre completo, tu número de cédula, tu teléfono, tu dirección, y supongo que no pasa nada, que es normal, que el procedimiento es correcto. Pero yo no pude evitarlo, toda aquella solicitud de información me puso nervioso. ¿Para qué carrizos quería la policía mis datos? ¿Era conveniente dárselos? ¿No me estaría metiendo en más problemas? Es triste, pero me fui a mi casa pensando que había hecho una tremenda estupidez: dar mis datos a unos agentes policiales.
Enseñanza: Me disculpan los agentes, quienes me trataron muy bien, pero lo que acá digo es producto de la desconfianza y del miedo generalizado. Así nos han ido socavando. Así nos hemos ido hundiendo. No es normal, para nada normal, que uno desconfíe de un policía. Deberíamos respetarlos, incluso hasta podríamos temerles, ¿pero desconfiar?

            El bloqueo
            Apenas llegué a mi casa llamé para cancelar mi celular. Me atendió una joven que, con voz fría pero intentando amabilidad, me pidió mi nombre completo y mi cédula para luego decirme que tenía que formularme una serie de preguntas con el fin de hacer efectivo el bloqueo. Si no las respondía correctamente, el bloqueo no se llevaría a cabo.
            Queridos lectores: yo no soy de andar sabiendo de planes, ni de marcas de celulares, ni de rentas básicas, ni de servicios. Yo tengo un celular y ya. Lo uso para comunicarme y, mensualmente, lo cargo con unos ciento veinte o ciento cuarenta bolívares en un quiosco cerca de mi casa. Tengo, eso sí lo sé, un servicio prepago, pues uso poco el celular; de resto, no sé más nada de nada de mi teléfono móvil.
Pues resulta que la joven ha empezado a preguntarme por el nombre del plan al que estoy afiliado, por mi renta básica, por el monto EXACTO de lo que pago mensualmente y por los servicios que tengo afiliados a mi celular. ¿Qué es un servicio, por Dios? ¿El celular todo no es un servicio? Yo no sabía qué responder a esta última pregunta y tampoco a todas las demás. ¿Cómo carajos voy a saber yo el nombre de mi plan? ¿Será «Compre hoy y pague mañana», o «Compré ya y en diciembre la inicial» o «Hágalo difícil que es más sabroso que fácil»? A lo mejor me lo sabía cuando me afilié hace mil años, pero ahora, ¿qué carajos voy a saber ahora, mil años después y luego de un asalto? Yo tengo un celular que uso de vez en cuando, y aparte de eso tengo mil millones de cosas importantes que hacer, entre ellas, cabe destacar, andar más atento de los vendedores de mercancía de Henrique Capriles en la cola de la autopista. Total que la joven que me atendió me repetía, con su tono que intentaba ser frío pero que cada vez sonaba más a desprecio, que si no respondía bien a mis preguntas no se realizaría el bloqueo de mi celular. Entiéndase bien: el celular «mío de mí de mi persona» donde tenía las fotos de mis seres queridos y donde, como es de rigor, estaban registrados los números de mis familiares, amigos y allegados. Me desesperé ante la absurda dificultad de la pregunta y hasta me sentí culpable, terriblemente culpable de no saber cuál era mi plan, mi renta básica y cuáles mis servicios afiliados. Mi celular no se bloquearía por no saber esas cosas tan sencillas y lógicas, yo era un terrible irresponsable, un criminal que estaba poniendo en peligro la seguridad de unas cuantas personas, incluso de mi familia.
Total que al final creo que más o menos di, más o menos con aproximación, las respuestas que la joven quería. O posiblemente se hartó de mí, y para salir del paso me soltó que ya el celular y el número telefónico estaban bloqueados. Suspiré hondamente y le di las gracias a la chica, a la gran joven que me había hecho comprender que yo era un terrible criminal (mucho más que los malandros) y que no debía volver a portarme tan irresponsablemente el resto de mi vida.
Para terminar, como había sido víctima de robo, la joven me ofreció un descuento en un celular X o Y, el cual podía yo comprar en el plazo de tres días en el agente autorizado más cercano, muchas gracias.
Enseñanza 1: No descuide sus deberes con el celular, sepa de él todo lo que haya que saber: servicios, fecha en que lo compró, fecha última en que lo recargó, fecha última en que lo llevó a la playa, fecha última que lo usó mientras estaba sentado en el baño… todo eso es importante, no lo olvide. No sea irresponsable. No sea criminal.
Enseñanza 2: Deje que le roben el celular, siempre habrá uno nuevo esperándolo con un excelente descuento, a la vuelta de la esquina… como los malandros, siempre a la vuelta de la esquina.