El yesquero
Plaza Altamira, Caracas, 9.40 P.M. Salgo de la última sesión del taller de
escritura creativa en el ICREA y me encuentro con el estacionamiento de la
plaza cerrado. Mi primera suposición errónea: pensar que estaría abierto hasta
once o doce, qué sé yo. Segunda suposición errónea: andar por la calle creyendo
que vivo en otro país que no es Venezuela. Me da por cruzar la plaza, a ver si
del otro lado aún quedan empleados por la rampa de salida. Nunca llegaré a esa
rampa. Se me pega atrás un muchachito. Gorra de beisbol, franela demasiado larga,
flacura, demasiada flacura, un yesquero en la mano y temblor, temblor de cuerpo
eléctrico, sacudido por ganas que no se sacian. Me pide dinero el muchachito.
Saco dos monedas de un bolívar cada una. Me pide más. Sospecho que, por mi
bien, debo acudir a mi cartera. Sacó un billete de dos bolívares. Dame más, me
pide, o más bien, me ordena. Saco otros billetes de dos bolívares. Más, más, uno
grande. Tengo la sensación de que el muchachito me apunta con su yesquero. Pero
ya el muchachito está a punto de dejar de ser muchachito. Ahora lo llamaremos
malandrín. El malandrín me repite, dame uno grande. Y tiembla, y me apunta con
el yesquero, y la cabeza gira, y hay maldad entre dientes, y me dice que los
que me rodean, dos más que registran en los pipotes de basura, dos más un poco
mayores, son sus compadres, y que entre los tres me van a joder si no les doy
un billete grande, uno realmente grande. No se me ha perdido la cartera, pero
ya no tengo más dinero. Le muestro el interior de la cartera, pero él insiste. Yo
he seguido caminando, debo decir, camino en dirección al módulo —o camión— de
policía que está al otro lado de la calle. No sé si habrá agentes allí, pero yo
sigo por esa ruta. El malandrín se da cuenta de lo que estoy haciendo. Se me
pone por delante, me apunta con la mano en forma de pistola, me dice que me va
a quemar (¿será con el yesquero?), que me va a matar a tiros (¿será con su
pistola-dedo?). Le digo lo siento, chamo, me irás a matar, pero la verdad que no tengo más que
darte. Me vuelve a amenazar el malandrín. Harto del sinsentido, y viendo que
una patrulla se ha detenido frente al módulo, cruzo la avenida, dejó al
malandrín atrás. Me acerco al agente, que ya está fuera de la patrulla y le
digo que aquellos malandrines (señalo, claro está, hacia la plaza) me acaban de
asaltar. El policía cruza la avenida. Al rato lo veo hacia la parte iluminada
de la plaza con dos de ellos. Me voy a la plaza. El policía les dice que se
saquen todo lo que tienen en los bolsillos. El policía me pregunta cuánto me
quitaron. Yo le digo seis bolívares, que no hay problema, que se los queden,
pero lo que sí quiero es hablar con ellos. Con el malandrín que me ofreció los
tiros, con él especialmente. Mire, chamo, le digo, usted tiene podrido ese
cerebro de tanta droga. Déjese de eso, la droga lo va a destruir. Mira cómo
aferrabas ese yesquero, el yesquero que usas para fumarte tu piedra. El
malandrín me interrumpe.
—No vale, tú lo que eres
es un mal empatado.
¿Y eso por qué será?,
pregunto yo perdido, desubicado ante el calificativo, y él me responde que soy
un mal empatado porque los acusé con el policía, porque ellos en verdad no me
estaban robando, me estaban pidiendo. ¿Pidiendo, coñodetumadre?, rugue
indignado. ¡Si me ofreciste unos tiros y me dijiste que me ibas a matar!
—Es que yo soy un muchacho
de la calle —me replica.
Y yo no quepo en el
asombro y la ira entristecidam, y le vuelvo a decir que precisamente porque es
un muchacho de la calle es que tiene que dejar la droga, que se deje de eso…
—Si no, vas a terminar
tirado en la calle, hinchado, muerto como un perro.
Me doy la media vuelta,
cruzo la avenida. Tomo un taxi de los que están ahí esperando junto al módulo
de policía. Le digo que le pago con dinero que tengo en la casa. Al taxista le
parece bien. Atrás dejo la plaza Altamira, mi carro en el estacionamiento, y a
un malandrín que me dijo que yo era un mal empatado.
Los sostenes
Yamaila está buenísima, está grandota, es una caballota, con unas tetotas.
Y un día llega un pillo, y la agarra, y la pega contra una pared, y la catea,
le mete mano por todas partes, le toca las tetas, le saca el sostén. Se le
queda viendo a la prenda en cuestión y, sin más, le lanza el sostén en la cara
a Yamaila. La insulta, le dice pobre puta.
—Tú con esas tetas tan buenas, pensé que usabas Victoria Secret´s —le
espeta y luego le mete dos trancazos por la cara.
Oro falso
A Yamilé le gusta andar bonita, con bisutería, eso sí. Le gusta el
gold-filled y así anda por la vida. Todos saben que es secretaria de una
ferretería. Todos saben que todo aquel brillo es gold-filled. Pero el malandrón
que la ve todos los días, allí en la parada de autobús a la hora de salida, ese
malandrón no sabe nada de nada. Así que un día se le va encima con una navaja y
le quita todo aquel resplandor amarillo a nuestra querida Yamilé. Más allá del
susto, Yamilé sabe que no ha perdido nada. Gold-filled es gold-filled y se
consigue adonde vayas. Lo que no sabe Yamilé es que aquel maladrón regresará al
día siguiente, a la misma hora, a buscarla. Le dará una tunda digamos que
desproporcionada, y Yamilé terminará en el piso, toda ultrajada, y allí, en la
parada totalmente vacía, el malandrón le tirará la bisutería encima y le dirá:
—No joda, me hiciste perder el tiempo. Fui donde el prestamista y me dijo
que me habías estafado, que esa vaina no era oro, chica. ¡Qué bolas tienes tú!
¡Qué bolas!
El estacionamiento
Al lado de un edificio de
oficinas en Puerto Cabello, había un terreno baldío. La señora dueña del
edificio era también la dueña del terreno. Era una señora ya mayor, tranquila,
y sin conocidos influyentes. El edificio había sido herencia de su marido. Cierto
día, un grupo de gandules toma el terreno, y allí se quedaron instalados. Lo
usaban de estacionamiento, y cobraban por ello, así como también por lavar
carros. Un año estuvieron allí los gandules metidos. Bichitos de uña de la
zona, de mucho cuidado. La señora, nerviosa y desprotegida, no sabía qué hacer
con los invasores. Un día, uno de los inquilinos de su edificio, le ofreció
comprarle el terreno. Ella le explicó lo de los gandules. El señor le dijo que
no se preocupara, que él era militar retirado de la Guardia, que él se encargaba
de eso. Un tarde llegó un camión de la Guardia Nacional y sacó a los gandules.
Luego los soldaditos ayudaron a instalar un portón. Al día siguiente de tal
evento, en la mañana, los gandules se aparecieron en la oficina de la señora.
Era cuatro haraganes altivos y sinvergüenzas. Dijeron que querían hablar con la
señora. Le dijeron que ellos exigían un pago. Un pago por el tiempo que le
estuvieron cuidando el terreno, porque además, argumentaron:
—Cuando nosotros entramos ahí por primera vez, eso era puro monte, y ayer
cuando nos sacaron, eso estaba limpio, perfecto.
La señora, ya no tan tranquila como hace un año, los mandó para el carajo.
Ya de salida, los gandules sacaron unas llaves de sus bolsillos y, mientras
iban bajando, rayaron las paredes.
Así se hace cola en Venezuela
Alguien está frente a
una taquilla. Un segundo que llega, no se pone detrás del otro para hacer cola,
sino que se le para al lado, digamos a la derecha, y se recuesta del mostrador,
esperando su turno. Luego llega un tercero, que tampoco se pone detrás de quien
está siendo atendido, sino que también se para al lado de éste, digamos del
lado izquierdo. Cuando llega un cuarto, hay dos por delante, pero éstos dos, no
están en la cola. ¿Qué pasa después?
De vacaciones
Estoy en el Ferry,
temprano en la mañana, rumbo a Margarita. Mi niño tiene hambre, mi mujer
también. Me voy hasta el bar-puesto de chucherías de esa cubierta. Hay alguien
delante de mí. Me le pongo atrás, a esperar mi turno. Llega una mujer con su
marido. No hacen cola, se recuestan del mostrador. Adentro, unas de las que
atiende, va directo a la mujer y al marido recostados del mostrador. La mujer
empieza a pedir algo. Yo me ofusco, digo que me toca a mí, que se están
coleando. La mujer me mira hastiada y de una vez me suelta:
—¡Ay señor, deje el
estrés, que estamos de vacaciones!
En Venezuela, hay que dejarse
abusar.
Porque en Venezuela, todos los días, estamos de vacaciones.
Puede ser cualquiera
En este país, cuando un
empleado dice «el siguiente», el siguiente puede ser cualquiera, no importa si
tiene rato esperando, no importa si ha hecho cola o no.
Del otro lado del mostrador, la gente que se las arregle.
Sálvese quien pueda.
Fogonazo de lucidez
Ya sé cuál es el
problema con la delincuencia en este país. Los malandros manejan sin hablar por
el celular. Por eso los policías, tan eficientes en parar gente que habla por
celular, no los atrapan. El malandro es el mejor ciudadano sobre ruedas.
Un extra
Un hombre le cortó la
cabeza a su mujer. Encontraron el cuerpo de la mujer, atraparon al hombre. Pero
nadie sabe dónde está la cabeza. El hombre no ha querido decirlo. Una cabeza
perdida no es nada en comparación con los males cotidianos del barrio. En estos
días no ha habido agua, por ejemplo. Es normal que no haya. Pero ya ha pasado
demasiado tiempo, y además, los vecinos que viven cerca del tanque de agua,
dicen que escuchan cuando el agua llega por las noches. Así que subieron al
tanque a ver qué pasaba. Encontraron la cabeza tapando la boca del tubo que
distribuye el agua.
—Hasta el agua que bebemos sabe a muerto —dijo alguien.
¿Ya descubrió que está mal
en estas viñetas? ¿O todo le parece absolutamente normal? Si quiere me responde
luego, que ahora el Presidente está en televisión. Como siempre, grita. Es
normal.