lunes, 5 de agosto de 2013

Taxidermia (cuento ganador del Concurso de cuentos de El Nacional 2013)





A J.J, si no se molesta

Lo primero que me viene a la mente es el restorán Tarzilanda. Más que el restorán, la taxidermia. Sí, la taxidermia y luego el Tarzilanda. No sé por qué, pero la taxidermia siempre me ha hecho pensar en lo esotérico, quizás porque me lleva a El hombre que sabía demasiado y a esa escena en la que el doctor Ben McKenna, interpretado por James Stewart (yo sólo he visto la versión norteamericana), llega a una tienda de taxidermia. El doctor está allí porque cree que Ambrose Chapel es un nombre de persona y no un sitio, tal como descubre más tarde. Al inicio, McKenna establece un diálogo impreciso con unos taxidermistas de rostros adustos, para luego enfrascarse en un ir y venir de forcejeos peligrosos, absurdos y risibles. El doctor termina huyendo, pero aquel diálogo previo a la violencia está cargado de un ocultamiento tal que no puedo dejar de pensar que aquellos hombres pertenecían a alguna brumosa y violenta cofradía.
El restorán Tarzilandia tiene sus animales disecados, y también ese aire de misterio cómplice, de lugar donde podrían reunirse taxidermistas, o mejor, sociedades secretas al pie del Ávila. Quizás no por casualidad está al lado de una logia masónica.
Aquel día disfrutábamos de lo que solíamos llamar, un poco en broma, un tanto en serio, nuestro almuerzo navideño, realmente una excusa para que un sexteto de cuarentones pudiéramos vernos un rato largo, decir barbaridades y comer carne a la parrilla. Aunque, desde que pasó lo que pasó con Alejandro, desde aquel extraño almuerzo, no nos hemos vuelto a reunir. O quizás ellos sí. No sé, yo terminé separándome.
El hecho es que tales almuerzos caían bien, sobre todo porque para esa época el ambiente estaba muy enrarecido. Llevábamos ya dos años y un poco más del llamado golpe y también de la vuelta del Presidente, quien había retomado el mando a los tres días de su destitución. Pero aún las cosas seguían siendo muy oscuras. La televisión y los diarios estaban a punto de estallido. Allanamientos, conspiración, rumores pululaban sin misericordia. La gente estaba como a la expectativa de algo terrible, como colgada de hilos muy tensados.
Con todo, esa tarde no estaba para tales tormentos. La idea era hacer patria devolviéndonos un poco de inteligencia y cultura. Así que desde que el principio no hicimos más que hablar de todo lo que nos causaba placer. El cine salió a relucir prontamente. Hablamos de Kubrick, de Clive Barker (específicamente de su injustamente olvidado film Lord of Ilussions), brindamos por David Lynch, y hasta comentamos arrobados los atributos de una rubia platino que nos pasó al lado con sus larguísimos tacones y su mirada brillante, muy cinematográfica toda ella. En cierto momento uno de los muchachos se fijó en la vitrina que estaba contra una pared cercana. En su interior se divisaban objetos antiguos y un par de animales disecados, un pajarraco y algo así como una nutria. Entonces alguien recordó El hombre que sabía demasiado, y yo traje a colación la famosa escena con el doctor Benjamín McKenna. Señalé además que Hitchcock tenía algo con la taxidermia, y agregué que aquel arte es el hobby de Norman Bates en Psicosis. En la trastienda de la recepción del Hotel Bates había pájaros disecados. Si no me fallaba la memoria, allí, guindados de las paredes, podía verse por lo menos un búho y un cuervo. Otro de los muchachos agregó que en un capítulo de Alfred Hitchcock también hay un tema con la taxidermia; allí el gordito genial presenta la historia al lado de la cabeza de un alce o algo así.
En esas estábamos cuando un hombre vestido de traje formal se paró frente a nosotros. Lo confundimos con un maitre y escasa atención le dimos. Él nos sacó de nuestra indiferencia con una pregunta:
            —Disculpen, ¿son ustedes los amigos de Alejandro Castillo?
            La voz del hombre era suave, educada, amable. La respuesta no tardó en llegar, y el hombre, sonriente, agregó:
             —Ah, muy bien, yo soy un obrero del señor Alejandro y vengo de su parte a compartir con ustedes.
            ¿Un obrero? ¿Del señor Alejandro? ¿Compartir con nosotros? ¿En qué carajos andaba Alejandro? ¿Se trataba acaso de una broma elaborada? ¿Nos estaban tomando el pelo? Tratándose de Alejandro, pues no. Era sin duda alguna empresa un tanto más enrevesada y que cuadraba mejor con la personalidad de nuestro particular amigo.
Me explico. Alejandro Castillo es —quiero seguir creyendo que es, quiero tener esa certeza— el tipo de persona que tenía —que tiene— absoluta comprensión, por ejemplo, de la naturaleza del bosón de Higgs. Con su voz profunda de locutor radial y apoyado por su imponente metro ochentaicinco de altura, Alejandro podría explicarte el Higgs como si estuviera hablando de hacer burbujas de jabón. También, de plusvalía, te desplegaría la historia de la lanza de Longinos, la teoría de conspiración que se mueve en torno a la lanza, te hablaría de la Thule, de Hitler y del fin del mundo, y terminaría relacionando tan regio paquete con una de esas vitrinas del Tarzilandia. Así era —es— Alejandro Castillo, alguien que tenía —ah vaina… qué tiene— la profunda convicción de que el mundo está plagado de secretos, materias oscuras y asuntos aún no descubiertos o revelados (el hombre perfecto para este país de cables calientes y tensos), todo esto unido a una acentuada y particular manera de entender la seguridad personal y la pedagogía, esta última ejercida con denuedo durante unos cuantos años desde las aulas de un colegio privado.
En cierta ocasión Alejandro se compró una laptop nueva, poderosa, lista para navegar por las interminables páginas de Internet que hablan sobre ciencia, tecnología, política mundial, esoterismo, alquimia, teorías intrigantes y modelos de aviones. Al día siguiente, los ladrones entraron en su casa y se llevaron todo, incluido sus interiores y su laptop. De esto me enteré como a las seis de la tarde de ese mismo día, gracias a una llamada telefónica de Alejandro. El motivo de su llamada era, no obstante, de carácter indagatorio: mi amigo quería saber si yo tendría por allí alguna laptop disponible. Por casualidad sí tenía una que ya no usaba (pues me acababa de comprar otra), y le dije que estaba a su disposición. Un par de horas más tarde Alejandro la vino a buscar, y, de paso, me regaló nuevos detalles del robo. Nos despedimos; mi amigo, lleno de agradecimiento, yo contento de poder ayudarlo.
El teléfono volvió a sonar en la mañana del otro día. Alejandro ahora me informaba que me devolvería la computadora. Arguía que el cable de la máquina estaba soltando chispas. Yo le dije que estaba enterado, que eran mínimas las chispas y que sólo se producían cuando conectabas el cable a la corriente. Alejandro objetó que aún así me la devolvería, que no quería que ocurriera un accidente, que las chispas alcanzaran sus cortinas, que el apartamento se le incendiara. A mí me pareció exagerado el asunto, pero había que entenderlo, le acababan de robar su casa, y también, ya lo dijimos, mi amigo tenía —tiene—sus bemoles con las cuestiones de la seguridad y, para colmo, la situación del país se prestaba para los vericuetos del temor. Alejandro dijo entonces que me llevaría la laptop ese mismo día, tipo siete de la noche. Le respondí que no había problema y supuse que llegaría como a las once, pues cuando Alejandro decía —…dice— que va a llegar a una hora hay que calcular siempre unas tres de aplazamiento. En efecto, mi intercomunicador sonó a las diez y media. Baja, dijo. Por lo general, él subía —por lo general la gente sube—, pero en fin, yo bajé y encontré a Alejandro frente a su carro, la maletera abierta. Me entregó de inmediato un bonito bolso de laptop con mi vieja laptop adentro. Era un regalo, aclaró, y por supuesto, se refería al bolso. Luego lo vi inclinarse hacia el maletero y ahí fue cuando noté la cava. Se trataba de una cava de playa, quizás marca Coleman, grande, de color azul con tapa blanca. ¿Y eso?, pregunté. Ya verás, asomó enigmático y luego alzó la cava y subimos a mi apartamento. Una vez adentro, Alejandro la dejó sobre la mesa de la sala y la abrió. ¿Qué había adentro? Una laptop reemplazante; alguien, otro amigo, se la había prestado. Claro está, él sabía que me debía una explicación por la cava. Así que empezó:
            —Si un malandro te ve por la calle con un bolso de laptop sabrá que cargas una laptop. Y no hay que andar tan bandera por la vida. En cambio, si te paseas con una cava, creen que eres un borracho más y no te asaltan. Así que nada de ser el hombre de la laptop. Prefiero, de ahora en adelante, ser el hombre de la cava.   
Una anécdota esclarecedora, ¿no? Pues volvamos al «obrero».
¿Quién era ese obrero? O mejor, ¿por qué aquel hombre elegante se hacía llamar obrero? Pues bien, todo esto empezó por el delirio Winchester… No, por el delirio Winchester no. Antes, un poco antes. Empezó con la novia. Sí, por causa de la novia fue que se dio inicio a la reparación, y con la reparación fue que aparecieron los obreros. Así que debemos hablar primero del noviazgo, o por lo menos referirlo, porque tampoco tengo mucho material para hablar al respecto.
El hombre de la cava encontró novia, así de sencillo. Aunque jamás lo creímos posible, mi dilecto amigo se ennovió con una ex compañera de estudios de primaria que reencontró por Facebook y que vivía en Valencia. Cabe decir que me enteré de que Alejandro tenía novia el día que me anunció que se iba a casar. La noticia venía como al año de la crisis nacional, y yo me preguntaba cuándo hubo tiempo para enamorarse, para salir, para decidir casarse. De lo poco que me había contado, lo único claro era que se habían reencontrado por Internet. Quizás hoy en día el amor cibernético no sólo acorte distancias, sino también tiempos y crisis nacionales.
            Cierto cumpleaños de él nos citamos en un Friday´s y ahí fue cuando la conocí. Era una muchacha del tamaño de Alejandro, enfermera, cuidadora de viejitos, con cara tierna, voz suave y aspecto de tener una enorme paciencia, o más bien, un oculto carácter imperioso. No hablamos mucho, ella no se le despegaba y se limitaba a sonreír y a escuchar las chanzas de los demás. Eso fue todo. Ya para entonces él me había anunciado que se casarían.
Por supuesto, futura casada casa quiere, y Alejandro tenía —tiene— un apartamento en Prados del Este. Él siempre fue —ha sido— el hombre misterio, y en todos los años que tuve —que tengo— conociéndolo, jamás he estado en ese apartamento; apenas si conozco la fachada del edificio y el piso donde vive (el 6, con certeza sé que es el 6). Pero según él mismo me contó, el lugar necesitaba ciertas reparaciones. Lógicamente, requería de obreros, y tales obreros Alejandro fue a buscarlos a Valencia. La empatía del terruño o, digamos, la filia geográfica, nada tuvo que ver con su estrafalaria y poco práctica elección. Alejandro prefería que fuesen de allá, de Valencia, porque, según él, los obreros volverían a su tierra una vez terminado el trabajo y no se les ocurriría, por causa del dilatado periplo, volver a Caracas para robarlo. Era, como puede notarse, otro de sus dilemas de seguridad personal. Quién sabe si también, en secreto, había concebido un plan pedagógico, aquel que luego puso en práctica. Quién sabe si, incluso, en el fondo había algo más que ni él mismo se atrevía a convertir en pensamientos estructurados. Quién sabe.
Lo que sí es cierto es que con el paso del tiempo me fui enterando de sus avatares con los obreros, siempre por teléfono, porque desde entonces no lo volví a ver (aunque sí podríamos decir que lo vi una vez más o eso supongo). Por teléfono me contó todo su increíble proceso de remodelaciones infinitas, al que llamé, en conversaciones con los muchachos, «el delirio Winchester», pues con cada nuevo contacto telefónico yo sentía que aquel trabajo se parecía más y más a la historia de Sarah Pardee, viuda de William Winchester, heredera multimillonaria pero al mismo tiempo infortunada de la Winchester Repeating Arms Company.
La historia es así: después de la muerte de su marido, la señora Pardee, coaccionada por una médium que se había ganado su confianza, se dio a la idea de creer que las miles de personas que habían muerto bajo el fuego de las armas Winchester la acosaban desde la oscuridad para condenarla a la muerte y al Infierno. La asesora paranormal le había asegurado que los difuntos irían adonde ella estuviera; así que, con el fin de confundir a aquellos espíritus inagotables, propuso la mudanza a una nueva mansión, pero además aconsejó el agregado irrestricto de habitaciones, corredores, alas y trampas tales como escaleras que daban al techo, puertas que se abrían al vacío y salones de espejos. Hasta el día de su muerte, Sarah Pardee tuvo obreros en su casa.
En una situación similar se encontraba mi empeñoso amigo. Tan parecida se me antojaba, que hasta llegué a preguntarme si, al igual que la señora Pardee, él también escapaba de algo, quizás, en su caso (y en su casa de Caracas), de la definitiva instalación de su prometida. Pensé incluso que, en el fondo de su alma, Alejandro no se resignaba a perder su célebre y longeva soltería. Pero nada de esto lo conversé con él. Yo me limitaba a escucharlo hablar de los obreros. Nunca, debo decir, aclaró cuántos tenía; eran, simplemente, los obreros. Podían ser dos o veinte o cien. No eran más que un grupo impreciso de hombres grises que no sólo le remodelaban el apartamento, sino que además estaban allí para ser educados por él. Si el obrero escupía, Alejandro le advertía que eso no era correcto; si decía una grosería, le llamaba la atención; si decía «haiga», le indicaba el error y lo corregía. Mi amigo se empecinaba en su labor altruista con pasión de cruzado; me daba incluso la impresión que le importaba más lo didáctico que la infatigable remodelación o el mismo matrimonio.
Con el tiempo, las noticias de Alejandro se hicieron cada vez más insólitas. Algo dijo sobre estarles leyendo el Quijote en voz alta mientras ellos trabajaban. Me parece también haberlo escuchado decir como de pasada que había —o les había— alquilado La naranja mecánica. En una circunstancia, con cierta alevosía, le pregunté cuándo se casaría. Él respondió, categórico, que cuando terminara las reparaciones. Yo comenté como de pasada que el asunto, por lo visto, iba para largo, pero él volvió a hablarme de los obreros, de lo poco que conocían su oficio, de cómo su labor, la de él, le recordaba los trabajos de Sísifo.
Total que Alejandro no terminaba de casarse. Su novia seguía viviendo en Valencia, y él se acrecentaba en su delirio Winchester. Para el momento en que llegó el correo indicando la fecha, hora y el lugar del almuerzo navideño, Alejandro llevaba unos cuatro meses en aquello. Yo confirmé mi asistencia y el resto de los muchachos también. Nuestro amigo fue el único que no respondió. En consecuencia, procedí a llamarlo con el fin de preguntarle si iría.
            —Oye, no sé… —balbuceó entre esquivo y apresurado— Todavía les falta, no están listos... Hasta he tenido que enseñarles a pintar…. Además… la hora del almuerzo… siempre la aprovecho para… Hoy alquilé Fitzcarraldo… No sé, muy ocupado… Yo te aviso… No están listos… Aunque uno de ellos… quizás uno de ellos sí… No sé, ya veré…
            Colgamos, no creí que asistiría al Tarzilandia. Y en efecto, no se apareció, pero en cambio, allí estaba aquel obrero, o quien se había hecho llamar obrero. Algo en su rostro, en su modo de moverse, me pareció familiar. Quizás sólo debía pensar un poco más para precisarlo.
Por su parte, el personaje, convidado por mis contertulios con divertida amabilidad, tomó asiento en el puesto que hubiera correspondido, de haber asistido, a nuestro amigo Alejandro Castillo.
—Me llamo, queridos amigos, Wilmison. Pero ya ese nombre no me complace. Ahora me hago llamar Ruyard. Es un nombre más adecuado a mi nueva forma de ser. A mi nueva esencia.
—Ruyard —medité—, como Ruyard Kipling, el autor preferido de Alejandro.
—Así es, lo ha entendido perfectamente —respondió y se quedó allí, recto, perfumado, silencioso. Me parecía que se divertía con la situación. Mis compañeros también. Quizás querían ver hasta dónde llegaba todo aquel disparate.
—Bien, ¿de qué conversaban? —continuó el hombre, acomodando ligeramente los cubiertos que tenía ante él.
—De Hitchcock y la taxidermia —solté yo. No sé por qué, no quería que los demás intervinieran. Tenía sobre mí la lóbrega convicción de que el obrero estaba bajo mi responsabilidad, como si fuese mi obligación salvarlo de algo, o incluso como si estuviera salvando de ese algo a mis amigos.
—La taxidermia, interesante tema. ¿Sabían ustedes que Christoffel Termeer, fundador de la famosa dinastía holandesa de taxidermistas ter meer, fue un gran cuenta cuentos y un excelente titiritero que se fabricaba sus propias marionetas?
—No lo sabíamos. Ni idea de quién es este señor Chris… —respondí y callé, de pronto golpeado por la certeza de que estaba a punto de determinar la huidiza semejanza que latía en mi mente. Aquel obrero, aquel obrero era muy parecido a…
—No importa —dijo condescendiente Ruyard—. Lo llamativo de todo esto es el tema de la marioneta. ¿Saben?, se me ocurre que hay una relación entre la marioneta y el animal disecado. El animal disecado es como una marioneta sin hilos y sin movimientos. Una cosa que está allí representando un papel que alguien le dio, un papel eterno en el escenario de su imaginación. Piensen, por ejemplo, en el diorama de Jules Pierre Verreaux llamado Correo árabe atacado por leones, una de las obras maestras de la taxidermia. El diorama fue realizado por la Maison Verreaux, gabinete o almacén de ciencias fundado en París en 1803 por Pierre Jacques Verreaux. La Maison llegó a su apogeo en 1835, tiempo en que sus tres hijos, Jules, Édouard y Alexis tomaron el negocio. Tenían todo para triunfar, porque los tres fueron hábiles comerciantes, aventureros y naturalistas, pero, sobre todo, taxidermistas excelsos. Para esa fecha, la de 1835, el almacén satisfacía la demanda de coleccionistas privados y museos del mundo gracias a un inventario estimado en siete mil animales disecados. El Correo árabe lo realizaría Jules Verreaux para la Exposición Universal de París de 1867. El taxidermista ya contaba con sesenta años, y era todo un maestro, lo cual demostró de sobra con este magnífico diorama cuya fantasía lo ubica en algún desierto del medio oriente. Se trata de cuatro figuras, un dromedario, su jinete (un maniquí) y una pareja de leones. El diorama, cabe decir, era una forma de entretenimiento en aquel entonces. La gente se emocionaba al verlos, soñaba, alucinaba. Y este diorama es uno de los más espléndidos que jamás se haya concebido. Vemos allí a un león que intenta montarse con sus garras sobre el dromedario, y vemos al jinete, apoyado del cuello de su animal e intentando a la vez clavarle una daga al fiero enemigo. Más allá, una leona yace en el suelo, abatida por el disparo del jinete; el arcabuz, ya inútil, posa a lo largo del cuerpo de la bestia muerta. La representación es colorida y está también bellamente cargada de telas en torno a las cuales giran la furia del león, el espanto del dromedario y la tensa defensa del jinete. Realismo, vida, movimiento, escenario y marionetas, marionetas estáticas que Jules Verreaux nos dejó, y que hoy día podemos ir a contemplar en el Museo Carnegie en Pittsburg.
Quedamos en silencio, Ruyard sonreía, satisfecho de sí mismo. Yo, por mi parte, sentía que cada vez estaba más cerca el momento de descubrir a quién se me parecía aquel hombre. No obstante, no podía concentrarme. Sentía que todo el peso de la escena caía sobre mí. Era como si fuese mi obligación lograr que todo saliese bien.
—Fascinante —dijo uno de los muchachos, quizás realmente fascinado.
Otro dijo algo más, cualquier tontería halagüeña. Luego volvió el silencio. Tomamos, comimos. Yo salí al paso y pregunté cómo estaba Alejandro.
—Está bien, y nosotros mejor —respondió.
—Ustedes mejor —dije.
—Sí, nosotros, los obreros.
—Los obreros cultos —soltó, sarcástico, uno de los muchachos. Había llegado el momento de probar al recién llegado. Quise decir algo, no me salieron las palabras.
—No sé si soy culto, mi señor. Sólo sé que tengo muchas ganas de aprender.
—Claro, y uno aprende de taxidermia como aprende de historia nacional —atacó otro.
—La taxidermia es un tema como cualquiera.
—Sí, claro, y el latín.
—Oh, el latín. Eram quod es, eris quod sum. Es decir, yo era lo que tú eres; tú serás lo que soy. El latín es un gran tema, sin duda.
—Como la poética de Góngora —encajó alguien, mordaz.
—También. Góngora, el gran maestro enrevesado. Templado pula en la maestra mano el generoso pájaro su pluma, o tan mudo en la alcándara, que en vano aun desmentir el cascabel presuma… ¿Desean hablar de Góngora?
—No sea ridículo —espetó entonces un tercero, visiblemente harto.
—Amigos, por favor… —acomodé con urgencia, pero fui interrumpido por Ruyard.
Ridicule, una loable película de Patrice Leconte de 1996. Está ambientada en el siglo XVIII francés, y mueve sus escenas a través de la corte del Palacio de Versalles. Allí el estatus, la fama, la buena fortuna de los contertulios depende de su habilidad para lanzar retruécanos, ironías, sarcasmos… Siempre con la idea de evitar ponerse en ridículo. Esa película me recuerda un poco esta mesa, pero sin los vuelos verbales que en ella uno aprecia.
            —No estamos aquí para hacer el papel de refinados mariquitas decadentes —volvió el primero que había hablado de los obreros cultos.
            Ruyard se le quedó mirando. Sonrió, alzó la frente, habló.
—Ni yo para soportar malcriadeces.
            —¿Está hablando en serio? —casi se carcajeó otro, ya no recuerdo quién. Lo cierto es que la indignación y, no pude dejar de notarlo, el espanto, daban dentelladas sobre la mesa. La imagen de un león sereno y acechante, marioneta quizás de Verreaux, lista para saltar y destrozar al menor gesto de su amo, es perfecta para sintetizar aquel momento.
—El señor Alejandro Castillo no hace otra cosa que hablar en serio —respondió Ruyard con el rostro de pronto oscurecido. —No sé por qué miré sus manos, el cuchillo. Me pareció que apretó el mango con más fuerza—. ¿Alguien duda de la seriedad del señor Alejandro?
Como si hubiéramos caído en cuenta de que acabábamos de cometer un grave error, comenzamos a deshacernos en un mar de excusas. Aun así, Ruyard se puso de pie.
—Esperaba pasar un buen rato en inteligente compañía —acotó—. Pero creo que no soy bienvenido.
—Disculpe si lo ofendimos —porfié abatido y, justo cuando iba a continuar, descifré aquello que me había llamado la atención en el rostro de Ruyard. De pronto lo vi. Ruyard, aquel obrero otrora llamado Wilmison, tenía cierto aire con Alejandro Castillo. Algunos rasgos y algunos pequeños gestos de mi amigo se asomaban proteicos, escurridizos en el rostro de aquel hombre. Se hubiera podido pensar que quien estaba frente a nuestra mesa era el mismo Alejandro escamoteado, como si un experto maquillador de teatro o de cine hubiera tomado su rostro y lo hubiera cambiado con polvos, algodones, gomas y hebras. Me atrevo a decir que hasta algo de taxidermia había en ese personaje, algo de cosa muerta que simulaba estar viva. Algo aterrador.
—Igual tengo otros asuntos que atender —completó Ruyard, y luego hizo una reverencia y se marchó. En medio del silencio incómodo que el incidente produjo, recordé lo que Alejandro me había dicho el día anterior. «Todavía les falta», eso había dicho. Pero, ¿a quiénes les faltaba y qué les faltaba? ¿A los obreros? ¿Les faltaba trabajo en la casa por concluir, o trabajo en el desarrollo de su educación? También recordé sus últimas palabras. «Aunque uno de ellos… quizás uno de ellos sí». ¿Uno de ellos sí qué? ¿Sí estaba listo? ¿Era eso? ¿Ese que sí estaba listo había sido aquel Ruyard que nos acababa de dejar?
Alguno de los muchachos dejó ir un chiste, otro comentó que era hora de seguir con el almuerzo, otro se echó un trago. Seguimos. No fue igual, pero seguimos. Derivamos los temas, rememoramos la última porno del mago Sandor con Gianna Michaels, nos reímos un rato de la fauna literaria vernácula y de sus pretensiones de gran mundo en este campamento militar que se ha convertido el país y zarandeamos una que otra tontería risible. Nadie habló de Alejandro ni del abrupto obrero. Todo había sido muy extraño, demasiado incoherente. No había manera de comentar aquello con palabras. ¿Cómo se comenta una trasgresión de la realidad? ¿Cómo el hombre profano glosa la oscuridad del milagro? Preferimos actuar como si lo que había sucedido era tan aparentemente normal, trivial y en cierta manera innoble, que no merecía nuestros comentarios. Yo, por mi parte, no pude apartar de mí el retrato mental de Alejandro sobre un dromedario yendo por un desierto blanquísimo e inmenso al que se accedía a través de las paredes recién pintadas —y blanquísimas— de su casa. Tras el dromedario, tras Alejandro, avanzaban en silencio, agazapados, una jauría de leones. Dos, diez, veinte, cien leones, cien obreros de su casa.
            Después del episodio del restorán llamé a Alejandro varias veces, no recuerdo cuántas, quizás unas seis. Siempre me atendía su novia, quien, desde la primera vez que me habló al teléfono, dijo estar de visita en Caracas. Comentaba siempre que el apartamento estaba quedando bello, que pronto podría casarse, que pronto se mudaría. Decía que «Alecito» (así lo llamaba) estaba trabajando, que no paraba de pintar paredes. Yo lo imaginaba subido a un andamio, de espalda a mí, con la mano alzada y la brocha en la mano, en gesto de pintar. Concebía también a los obreros abajo, tres, seis, nueve obreros con la cabeza alzada, mirándolo trabajar, o quizás aguardando que bajara, quizás meditando si treparse o no, sus manos como garras.
            La última vez que hablé con ella sonaba más que hastiada. No cabía duda de que mis llamadas le molestaban, que había llegado al punto máximo de aguante. Respondió cortante a un par de mis comentarios, al tercero apenas gruñó y al cuarto me frenó sin piedad:
—¿Qué, mi amor?—La voz de mi amigo (o la que sonaba como la voz de mi amigo) se escuchó al fondo, indistinta. Ella continuó—: Claro que le digo, mi amor, sí… —Luego a mí—: Ajá, manda a decir Alecito que pronto te llama. Que ya sabes, entre la situación del país y las reparaciones no tiene cabeza para nada. Pero que pronto te llama. Que esperes su llamada, ¿sí? Hasta la vista.
No volví a llamar. Fui obediente. Es justo decir que él, o quien creo que fue él, sí devolvió la llamada... Aunque antes debo hablar de lo otro. De lo que desencadenó mi súbita visita y la cadena abominable de clones, o de dobles, o de marionetas, como se prefiera.
Un sábado en la tarde, al cabo de un par de meses de la última conversación con la enamorada de Alejandro, tropecé en una panadería con una conocida que era profesora del colegio donde él trabajaba. O eso por lo menos creía yo, que allí trabajaba, porque, precisamente, me enteré gracias a ella que Alejandro había dejado las clases de literatura para dedicarse totalmente (ella, claro está, estaba al tanto) a la famosa remodelación del apartamento. Apuntó además que el nuevo sustituto de Alejandro se llamaba Ambrosio, y que había sido recomendado por él mismo. Mis pensamientos me llevaron sin excusa al Ambrose Chapel de Hitchcock y además, de manera ineludible, a la figura de Ambrose Bierce, segundo autor favorito de Alejandro. Hacia el final, la mujer me aportó algo más. Ese algo más fue el detonante, lo que me hizo imprudente, lo que me llevó a tocar puertas. Esto es lo que ella me contó:
—Te va a parecer raro… Pero bueno, te lo cuento… Porque en realidad tengo que sacármelo del pecho… Mira, en cierta oportunidad yo fui a comprar un almuerzo para llevar… Ya sabes, el colegio, el súper mercado y el apartamento de Alejandro quedan bastante cerca… Y bueno, no me pareció raro conseguirme allí, en la cola del servicio de comida del súper, a la futura señora de Alejandro. Tampoco, debo aclarar, me causó ruido el hecho de encontrarla acompañada de un hombre alto y muy distinguido. La gente tiene sus amigos y anda con quien quiera. Luego de unos cordiales saludos, ella me lo presentó como Giacomo, uno de los obreros que trabajaba en la remodelación del apartamento. Me explicó, sin que sonora forzada, que estaban allí para comprarles almuerzo a los trabajadores y a Alejandro, al tiempo que el hombre me saludaba con un beso de mano, muy cortés y galante. Yo no sé, no me vayas a pensar loca, pero aquí sí viene la parte extraña. Aquel Giacomo, te cuento, aquel Giacomo me dio la misma sensación que me dio Ambrosio, el profesor sustituto… Bueno, la cosa es que me pareció que ambos… que ambos tenían un cierto aire, un yo no sé qué, con Alejandro… —calló por unos segundos, yo no supe qué decir. Ella se apretó los labios, prosiguió—: He estado pensando que eso pasa, ¿sabes?… Empezamos a descubrir en otras personas el rostro de alguien querido que no vemos desde hace tiempo… Eso pasa, ¿no? Eso pasa…
No le hablé de Ruyard, del parecido que yo también le había notado con nuestro común amigo. No le dije nada y me despedí. Ya en el carro me cayeron encima otras constataciones. Estaba Ambrosio, como Ambrose Bierce, y como Ambrose Chapel; estaba Ruyard, como Ruyard Kipling; y ahora estaba Giacomo, como Giacomo Casanova. Alejandro me había hablado de él en un par de ocasiones, pues el famoso seductor, como todo hombre de su época medianamente culto, había estado relacionado con la magia y el ocultismo, o por lo menos, con más de una estafa derivada de lo mismo. Ese tipo de personajes, por supuesto, eran el objeto de estudio, la carne predilecta de mi amigo.
No lo pude evitar, volví a pensar en Alejandro en medio del desierto blanco que estaba al otro lado de las paredes de su casa. Lo vi montado sobre su dromedario, rodeado esta vez muy de cerca por los leones, la escena estática, tensa, justo un segundo antes de que las bestias se lanzaran, justo un segundo antes de que mi amigo fuese víctima de la muerte en medio de aquel exilio blanco, infinito, laberíntico en su inmensidad. El laberinto perfecto es el vacío. Allí se pierden los locos, en el laberinto del vacío.
Manejé hasta la casa de Alejandro. Esperé a que entrara un vecino, subí por las escaleras, llegué al piso 6. Ya lo dije antes, nunca he sabido el número del apartamento, pero eran apenas dos por piso, así que elegí una puerta al azar, toqué el timbre, una y otra vez lo toqué. Me abrió ella, la novia, su mujer.
—Vine a visitarlos.
—Estamos ocupados. Pintamos.
—¿No puedo pasar?
—Esto está hecho un desastre. No quisiera yo… Ya sabes cómo somos las mujeres.
—¿Y Alejandro está? ¿Puedo verlo?
—De verdad está muy ocupado.
—Sólo quiero saludarlo. No me tomará más que unos minutos. Luego me voy.
Ella quedó pensativa, luego entreabrió la puerta y me dejó ver dentro de la casa. Allá, al final, entre periódicos y muebles tapados con telas, vi un andamio, y sobre el andamio, de espaldas, a un hombre muy alto, en bragas y con el brazo levantado, sosteniendo una brocha. Lo más increíble, lo horrendo de aquello: el brazo no se movía, la brocha no pintaba. La palabra Verreaux me vino a la mente.
—Alejandro —dije.
—Hola, amigo —saludó una voz que parecía ser la del hombre de la cava. Aunque tenía un tono impostado, como metido en un tambor… en una cava.
—¿Todo bien?
—Todo bien, amigo. Pero ahora no puedo atenderte.
—Sí, entiendo, estás ocupado.
—Mucho amigo. Pinto, y además, ya sabes, las cosas no están como para salir. Toda la situación del país. Hay que resguardarse en casa.
—Sí, bueno… el país, sí…
—Adiós, amigo... Te llamo pronto.
Iba a decir algo más, pero la prometida de Alejandro intervino:
—Él te llama, te lo habíamos dicho.
La mujer empezó a cerrar la puerta, sin prisa pero decidida. Con el movimiento fue desapareciendo mi amigo (o aquel maniquí o aquel hombre disecado o aquella marioneta estática que se supone era mi amigo), y una vez que ya no estuvo él, también se fue esfumando el rostro de ella, y luego sólo quedó la madera. La madera en mis narices.
Como era sábado me fui a la casa. Mi edificio queda en una calle ciega y no tiene estacionamiento propio. Cuando me bajé, lo vi. Estaba en la puerta del edificio de al lado. Era un hombre de anteojos oscuros, vestido de negro. No se movía. Se limitaba, así lo creí yo, a mirarme. Saqué las llaves, abrí la reja de entrada. Entré, subí apresurado. Ya en el apartamento me asomé por la ventana de la sala. El hombre seguía en la misma posición. Al cabo de unos minutos volví a asomarme. Ya no estaba.
¿No hace falta decirlo, verdad? No hace falta decir que aquel hombre, a pesar del disfraz misterioso, tenía cierto parecido con mi amigo Alejandro Castillo. Como también lo tuvo aquel otro que vi parado bajo un árbol el lunes siguiente en la mañana, cuando salí para mi trabajo. Y también aquel otro que estaba en la mesa más alejada de la panadería donde suelo desayunar. Y también todos aquellos que pillé entre la multitud en los centros comerciales, en las calles, en los carros del tráfico…
Una madrugada sonó el teléfono de mi casa.
—Amigo, no hay salida… El desierto, las paredes de adentro… —dijo una voz lejana que identifiqué con la de Alejandro. Y luego, con sonido de estática, más a la distancia aún—: Los leones… las marionetas… ten cuidado…
Después de esa llamada, desaparecieron los hombres parecidos a Alejandro. La vida, dentro de lo que se puede, fue volviendo a la normalidad. No hubo más rostros, pero tampoco hubo más de Alejandro Castillo. Tengo unos cinco años sin saber nada él, desde entonces no ha pasado mayor cosa. Aunque de vez cuando me parece que una cara… que una cara se asoma, me da un toque, me dice en silencio que recuerde lo sucedido y luego se va, se va por el laberinto.
Y sí, he estado pensando en llamarlo de nuevo, en hacer las paces (como si alguna pace hubiera que hacer); incluso he pensando en visitarlo y darle las gracias (como si en verdad tuviera que agradecerle algo). Pero no sé, ahora no estoy más tranquilo. Sigo sin entender lo que pasó (como si hubiera pasado algo), y cada vez me siento más vacío de espíritu y más lleno de pólvora. Así que una cosa es la calma, esa calma de afuera de la que hablé, y otra, la tranquilidad. Con demasiada frecuencia siento que esa pólvora que me rellena se va encender y que yo voy a reventar. Vivo en ese miedo inevitable. Ese miedo que me paraliza, ese miedo del desierto, eso que soy, eso que somos.

1 comentario:

  1. Está claro. Hay sobradas razones para que éste fuese el cuento ganador. Disfruta del éxito.

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