jueves, 27 de septiembre de 2012

Un asalto y dos momentos derivados




           
            El asalto
Me asaltaron (otra vez, sí). Estaba integrándome (el verbo integrar es un eufemismo) a la tranca de la autopista del Este, cuando me asaltaron. Yo iba ya para mi casa, luego de una agotadora faena de clases en la universidad. Había pasado el día dando lo mejor de mí a los jóvenes estudiantes, lo mejor de mí a un grupo de venezolanos, trabajando, aportando desde la docencia (eso creo firmemente) mi contribución de buen futuro al país, y de vuelta, me asaltaron. Me asaltaron en la cola dos tipos que vendían mercancía del candidato Henrique Capriles Randonski. Sí, aquel par «vendía» gorras tricolor (esas, las famosas prohibidas) y afiches y banderitas con el rostro del candidato opositor.
El primero se me acercó por la parte delantera del carro y me mostró su mercancía de Capriles, le hice seña de que no, y luego lo vi hablando con otro que también llevaba mercancía de Capriles. Aquel otro se puso también frente al carro, se alzó la franela y me mostró otro tipo de mercancía: su arma, su pistola. La sacó, la sacó de lo más tranquilo, caminó hasta la ventana y con la cacha le dio dos golpes a mi vidrio. Yo bajé el vidrio, le extendí el celular y le dije: «Toma pues». Dije lo que dije con hastío. Por alguna razón, en mí no hubo miedo ni rabia, sino ladilla. Y me van a disculpar la palabra, pero era ladilla. Ladilla de vivir en un país en el que todos padecemos día a día y con aumento notable la desintegración de todo el buen vivir. Hastío fue lo que sentí, sí. Hastío de esta Venezuela donde la maldad es lo que paga, donde el crimen se promueve desde las altas esferas, donde la impunidad es bandera política y donde un malandro puede andar con una pistola en una autopista a pleno día y no pasa nada.
El malandro me pidió también la cartera, y yo, dentro de mi hartazgo, pensé: La cédula, la licencia, las tarjetas de crédito… no qué ladilla, yo no me aguanto la pesadilla burocrática de todas esas diligencias. Así que lo que hice fue abrir mi cartera y buscar los billetes. Mientras tanto, el malandro, hombre serio a más no poder, me soltó lo siguiente: «Apúrate mamagüevo, ¿o es que tú crees que yo estoy jugando?» Les juro que me provocó soltar una carcajada y decirle: «No, de bolas, tú estás trabajando, pedazo de…» Pero hubiera sido demasiado. Así que saqué mis billetes de la cartera y se los di. El malandro, agradezco su consideración, se conformó con lo entregado y me dejó la cartera. Ya no tendré que ir a bancos despectivos y a instituciones públicas aún más despectivas a hacer interminables trámites para recuperar mis documentos. Así pues, nuestro muy serio malandro se alejó diciéndome mamagüevo otra vez (imagino porque no le entregué la cartera y por mostrarme totalmente hastiado) en ruta hacia otro carro. Allá iba el feliz malandro, con una pistola en medio de la multitud, bajo nuestro agradable sol caraqueño, a cielo abierto, tranquilazo con su mercancía de Capriles, con su gorrita tricolor encajada en el cráneo.
Enseñanza 1: No sólo nos come el miedo, no sólo nos come la rabia, el hastío también nos está tragando.
Enseñanza 2: No confíes en todo aquel que te muestre el rostro de Capriles. El mal se disfraza de esperanza, para luego darnos su estocada de odio.

La denuncia
Seguí mi camino, qué más remedio. Seguí mi camino sin mi celular y sin mi dinero. Fueron unos doscientos bolívares los que le entregué al «vendedor» de mercancía de Capriles, y a cambio no recibí nada. A lo mejor obtengo después de publicar esto, una respuesta escrita del «vendedor», quien, con todo su derecho a réplica, me dirá que soy un infamante, y que él no me asaltó, sino que me vendió la mercancía de Capriles, pero que yo de loco, de despistado, de idiota (o de mamagüevo), no me la llevé.
El asunto es que seguí, seguí mi camino. ¿Qué más iba a hacer? Llegué a mi zona, a mi urbanización, busqué un módulo policial y me estacioné. Hice la denuncia. Hice la denuncia no para recuperar mis cosas, lo que consideraba improbable; la hice porque, como buen ciudadano que me considero, quería advertir a la autoridad sobre lo que estaba ocurriendo en la autopista con el fin de evitarle malos ratos y hasta tragedias al resto de mis conciudadanos. Así que me bajé de mi carro e hice la denuncia. Los policías me escucharon y luego «radiaron» el procedimiento. También me hicieron pasar a una oficina, y allí otro agente me tomó los datos. Me trataron bien, no puedo quejarme. No obstante, el detalle está en lo que viene: estamos tan mal, tan mal como país, tan hartos y por supuesto tan llenos de miedo, que cuando el agente de la oficina empezó a pedirme los datos me puse nervioso, me puse suspicaz. Me imagino que en cualquier comisaría del mundo decente (lo que es decente es esa parte del mundo a la que me refiero) un agente te pide tu nombre completo, tu número de cédula, tu teléfono, tu dirección, y supongo que no pasa nada, que es normal, que el procedimiento es correcto. Pero yo no pude evitarlo, toda aquella solicitud de información me puso nervioso. ¿Para qué carrizos quería la policía mis datos? ¿Era conveniente dárselos? ¿No me estaría metiendo en más problemas? Es triste, pero me fui a mi casa pensando que había hecho una tremenda estupidez: dar mis datos a unos agentes policiales.
Enseñanza: Me disculpan los agentes, quienes me trataron muy bien, pero lo que acá digo es producto de la desconfianza y del miedo generalizado. Así nos han ido socavando. Así nos hemos ido hundiendo. No es normal, para nada normal, que uno desconfíe de un policía. Deberíamos respetarlos, incluso hasta podríamos temerles, ¿pero desconfiar?

            El bloqueo
            Apenas llegué a mi casa llamé para cancelar mi celular. Me atendió una joven que, con voz fría pero intentando amabilidad, me pidió mi nombre completo y mi cédula para luego decirme que tenía que formularme una serie de preguntas con el fin de hacer efectivo el bloqueo. Si no las respondía correctamente, el bloqueo no se llevaría a cabo.
            Queridos lectores: yo no soy de andar sabiendo de planes, ni de marcas de celulares, ni de rentas básicas, ni de servicios. Yo tengo un celular y ya. Lo uso para comunicarme y, mensualmente, lo cargo con unos ciento veinte o ciento cuarenta bolívares en un quiosco cerca de mi casa. Tengo, eso sí lo sé, un servicio prepago, pues uso poco el celular; de resto, no sé más nada de nada de mi teléfono móvil.
Pues resulta que la joven ha empezado a preguntarme por el nombre del plan al que estoy afiliado, por mi renta básica, por el monto EXACTO de lo que pago mensualmente y por los servicios que tengo afiliados a mi celular. ¿Qué es un servicio, por Dios? ¿El celular todo no es un servicio? Yo no sabía qué responder a esta última pregunta y tampoco a todas las demás. ¿Cómo carajos voy a saber yo el nombre de mi plan? ¿Será «Compre hoy y pague mañana», o «Compré ya y en diciembre la inicial» o «Hágalo difícil que es más sabroso que fácil»? A lo mejor me lo sabía cuando me afilié hace mil años, pero ahora, ¿qué carajos voy a saber ahora, mil años después y luego de un asalto? Yo tengo un celular que uso de vez en cuando, y aparte de eso tengo mil millones de cosas importantes que hacer, entre ellas, cabe destacar, andar más atento de los vendedores de mercancía de Henrique Capriles en la cola de la autopista. Total que la joven que me atendió me repetía, con su tono que intentaba ser frío pero que cada vez sonaba más a desprecio, que si no respondía bien a mis preguntas no se realizaría el bloqueo de mi celular. Entiéndase bien: el celular «mío de mí de mi persona» donde tenía las fotos de mis seres queridos y donde, como es de rigor, estaban registrados los números de mis familiares, amigos y allegados. Me desesperé ante la absurda dificultad de la pregunta y hasta me sentí culpable, terriblemente culpable de no saber cuál era mi plan, mi renta básica y cuáles mis servicios afiliados. Mi celular no se bloquearía por no saber esas cosas tan sencillas y lógicas, yo era un terrible irresponsable, un criminal que estaba poniendo en peligro la seguridad de unas cuantas personas, incluso de mi familia.
Total que al final creo que más o menos di, más o menos con aproximación, las respuestas que la joven quería. O posiblemente se hartó de mí, y para salir del paso me soltó que ya el celular y el número telefónico estaban bloqueados. Suspiré hondamente y le di las gracias a la chica, a la gran joven que me había hecho comprender que yo era un terrible criminal (mucho más que los malandros) y que no debía volver a portarme tan irresponsablemente el resto de mi vida.
Para terminar, como había sido víctima de robo, la joven me ofreció un descuento en un celular X o Y, el cual podía yo comprar en el plazo de tres días en el agente autorizado más cercano, muchas gracias.
Enseñanza 1: No descuide sus deberes con el celular, sepa de él todo lo que haya que saber: servicios, fecha en que lo compró, fecha última en que lo recargó, fecha última en que lo llevó a la playa, fecha última que lo usó mientras estaba sentado en el baño… todo eso es importante, no lo olvide. No sea irresponsable. No sea criminal.
Enseñanza 2: Deje que le roben el celular, siempre habrá uno nuevo esperándolo con un excelente descuento, a la vuelta de la esquina… como los malandros, siempre a la vuelta de la esquina.