jueves, 3 de enero de 2013

Sinseso el 2 de enero





Esta historia pudo haber sido un cuento, un cuento más de mi personaje Sinseso, ese pobre hombre a quien la dura realidad le da siempre duro por la cabeza. Pero no, un cuento no es suficiente, hay que decir con detalle algo más al respecto. Algo más que tiene que ver con cómo estamos y cómo somos (no sé desde cuándo, a lo mejor desde siempre) los venezolanos. Ah, cabe la posibilidad que, luego de leer este texto, los lectores lleguen a la conclusión de que el protagonista es un absoluto pendejo. Pero me arriesgo.
      El 2 de enero de 2013 y con sus recién estrenados 43 años, Sinseso fue a comprarse una tortita en una famosa pastelería de Caracas. Allí estaba nuestro personaje, esperando ante el mostrador de los dulcitos, de lo más tranquilo, de lo más sereno. ¿Quién puede andar estresado un 2 de enero? Los empleados se ocupaban de otros clientes previos y Sinseso aguardaba su turno. Cabe destacar que aquella famosa pastelería funciona por llamado de número. Pero era evidente que, quizás por la poca clientela durante la fecha, nadie era atendido bajo ese sistema en esa zona de los dulces. Estaba pues Sinseso a la espera, cuando notó que un empleado que se había desocupado se fue directo a un señor con cara de boxeador ruso que había llegado luego (recalco la obviedad), y le dijo: Dígame, ¿en qué puedo servirle? Era 2 de enero, y Sinseso lo dejo pasar. Coño, año nuevo, vida nueva, tranquilidad de alma y todo eso. Quedaban pocas tortas en el mostrador, y Sinseso se sintió aliviado cuando el señor con cara de boxeador ruso eligió otra torta que no era la que él quería. Pero entonces, aquel señor señaló otra torta: nada más y nada menos que la Milhojas que nuestro querido Sinseso anhelaba para su cumpleaños. La esposa de Sinseso, es decir, Maigualida, veía a su marido con cara de no puede ser, se llevan nuestra torta, haz algo, no te quedes ahí con la boca cerrada. Sinseso se armó de valor, ayudado claro por la rabia, y entonces le soltó al boxeador ruso que no era justo, que acababa de elegir la torta que él se quería llevar, y decía que no era justo, porque él había llegado antes, pero que, como solía ocurrir, el empleado no había preguntado quién era el siguiente, sino que se había ido directo al primero que se atravesó en su campo visual. El boxeador ruso se le quedó viendo con aire desinteresado, incluso despectivo, y le preguntó: ¿Pero tú ya la habías pedido? Sinseso respondió que no, y entonces el señor con cara de boxeador ruso se encogió de hombros y dijo: Entonces no hay nada que hacer. Sinseso, impotente, enfurecido, apretó los dientes y el alma. No, no iba a decir que era su cumpleaños, no, no se iba a rebajar a la lástima. Así que se dio media vuelta y se largó, hecho toda una furia se largó. 
Ahora, para aquellos que pudieran comentar que qué tiene que ver mi pequeña anécdota con el país, les recuerdo que existe una cosa llamada parábola, y otra llamada moraleja. Una cosa llamada metáfora y otra alegoría. El asunto es que la convivencia humana empieza por la regla. El ser humano necesita reglas, porque su tendencia es la violencia y centrarse en sí mismo. El egoísmo, ese desorden del alma, genera violencia. La regla, la ley digamos, reduce tales niveles de violencia y de egoísmo, y nos lleva hacia el llamado pacto social, a la convivencia, al disfrute de la paz y de la libertad. No se dejen engañar, en el caos, en la ausencia de reglas, no crece la paz ni la libertad. En la ausencia de límites no existe el bien. Si, como en la famosa pastelería de la que hablamos, tenemos un sistema, un orden preestablecido, que es el de los numeritos, ese sistema no debe ser ignorado o abandonado, porque entonces se creará confusión y caos. Ocurre que vivimos en un país donde cada vez la ley ocupa menos espacio. Sencillamente, cada día tenemos menos libertad porque estamos, y me van a disculpar si parece que me contradigo, bajo el imperio de las reglas particulares, de las reglas pequeñas y egoístas de cada quien. Estamos en el imperio de lo fragmentado donde sobrevive quien sólo actúa para sí mismo. Porque, vamos estar claros, aquel señor con cara de boxeador ruso, aunque no salió corriendo a colearse, pudo haber preguntado en el mismo momento en que el empleado de la pastelería pretendió atenderlo, si alguien a su alrededor estaba antes que él. Pero no, es más fácil pararse allí y dejar que el empleado, que tampoco preguntó quién estaba primero, lo atienda. 
En la ciudadanía debe haber algo de conciencia colectiva. La ciudadanía no se puede permitir ese falso andar por las nubes, encerrado en el mundo de tus únicas necesidades, dejando que las cosas pasen sin mirar a los lados. La ciudadanía requiere de un estar consciente de la gente que te rodea. La ciudadanía es un estar despierto. Pero no, nuestro empleado (representante del poder organizador) no fue consciente, no fue ciudadano, y nuestro señor con cara de boxeador ruso (con ojos azules incluidos), tampoco. Él simplemente estaba parado allí, y simplemente se dejó atender, como si estuviera él solo en el mundo; tanto que, como ya nos enteramos, no le interesó en lo más mínimo cuando supo por boca de Sinseso que el empleado de la famosa pastelería lo había privilegiado, y que él se había dejado privilegiar «inconscientemente». Para colmo, suele ocurrir que cuando uno reclama a quien «inconscientemente» se ha coleado, éste va y te dice indignado: Bueno, está bien, sí, disculpa, ¿cuál es el apuro, estás apurado?, deja el apuro, no me di cuenta, vale. Pues señores, no se trata de apresuramiento, y menos de pedir disculpas; se trata de estar plenamente conscientes de nuestra ciudadanía. Si estuviéramos más conscientes de ello, pediríamos menos disculpas. Pero no, es más fácil la dinámica del desentendido. En este país, últimamente, no hemos hecho tanto los locos, que ya no nos hacemos, sino que estamos. 
Pero volvamos al 2 de enero. Tenemos entonces que el señor con cara de boxeador no miró para los lados antes de ser atendido, y luego ni siquiera recapacitó ni pidió disculpas, ni le cedió la torta a Sinseso. Bueno, hay quién dirá que estaba en su derecho, y sí, puede ser, no lo niego. Pero igual lo ocurrido hizo estallar la furia en nuestro personaje, quien tampoco se escapa de una crítica. Sinseso se enfureció de entrada, sin más. Sinseso, como muchos de nosotros, lleva por dentro el caos que ha generado esa falsa libertad que nos promulgan. Aunque nuestro amigo, como muchos de nosotros, es crítico de lo que está mal, de esa carencia de ciudadanía y de reglas, no se escapa, sin embargo, de la violencia y de la explosión iracunda, de la indebida reacción. No lo justifico, pero lo que ocurre es que esa violencia, lo sabemos, es pandemia. Eso sí, una cosa que no hizo Sinseso fue acudir al sentimentalismo. Es decir, no apeló al señuelo de su cumpleaños, no llamó a la lástima del otro. Y eso estuvo bien, ya tenemos demasiado de lástimas y sentimentalismos en nuestra Venezuela. El infierno venezolano está plagado de sentimentalismos.
Ah, por cierto, Maigualida, la señora de Sinseso, luego le dijo: Es que tú te paraste en el sitio donde no debías; para los pasteles pequeños, uno se para donde tú estabas, para las tortas, donde lo hizo el señor, y por eso el muchacho fue directo atenderlo. Posiblemente Maigualida tenga razón. Pero ése es otro gran problema de este país: el baquianismo. Por alguna extraña razón, en Venezuela, las personas asumimos que los demás saben de algo en específico, que uno ya sabe cómo es todo. Este país adolece de carteles, de indicaciones, este país carece de leyes generales, y todos asumimos, así como así, que quien llega a un sitio determinado, conoce, porque sí, la pequeñita ley que impera en ese sitio, aunque esa pequeñita ley sea incluso la ausencia de toda ley. Imagine una gran autopista sin carteles, eso somos desde hace rato. ¿Por qué? Porque donde hay un cartel hay orden, y donde hay orden nadie puede beneficiarse a modo propio, nadie puede hacer sus negocios particulares. Donde hay orden, no hay egoísmo.
En un país donde se ha roto el sistema moral y justo, donde la palabra libertad se ha cargado de significados oscuros y sentimentalistas, donde la regla egoísta de unos pocos se ha traducido en caos, en ese país, no puede haber sino violencia. Violencia en todos los sentidos, porque, queridos lectores, acá no sólo hay violencia del pueblo contra el burgués, o del burgués contra el pueblo (y discúlpenme que use estos términos anacrónicos, pero son los de uso común en nuestro país anacrónico), sino de la gente contra la gente. Yo no estoy hablando de un motorizado malandro comprando una torta (debemos alejarnos del lugar común y de los prejuicios de clase), sino de un señor en apariencia educado, incluso con ese aspecto de extranjero que en tantos venezolanos nos crea una inexplicable genuflexión. Era un señor bien hablado y bien vestido, ¿me explico? Repito, estamos sumidos en una violencia de todos contra todos, de la gente (me gusta gente y no pueblo) contra la gente. 
Quiero aclarar que todo esto no es nuevo, ni se lo achaco en exclusiva a la mentada revolución. Pienso que desde hace muchísimo tiempo los venezolanos somos así. Pero, ¿hay alguna razón que haga que sigamos siendo como somos, o alguna razón que justifique que las peores cosas nuestras sean las que nos dominen y sojuzguen cada vez con mayor fuerza? Y sí, los venezolanos somos la mejor gente del mundo, somos chéveres y todo lo que ustedes quieran; pero no es suficiente repetirnos estas cosas en nuestras casas mientras nos tomamos un vinito. Tampoco es válido hablar del venezolano como si fuera otro distinto a nosotros, y creernos así diferentes. Salga a la calle, y dese cuenta cómo muchas cosas que usted hace terminan siendo idénticas a las que usted critica. Despertemos, cuestionemos no sólo al gobierno y los que se han esforzado por quebrantar todas nuestras leyes (cosa que debemos hacer sin parar), pero volteemos también hacia nosotros mismos, seamos capaces de observar lo que nosotros también hacemos mal, y entonces, dentro de ese gran plano de consciencia, dentro de ese gran plano de ciudadanía, empezaremos realmente a cambiar, a ser un país mejor.
¿Le pareció que Sinseso es un pendejo? Quizás lo sea, pero lleva la frente el alto.