martes, 24 de julio de 2012

Dígame usted qué está mal en estas viñetas




El yesquero
Plaza Altamira, Caracas, 9.40 P.M. Salgo de la última sesión del taller de escritura creativa en el ICREA y me encuentro con el estacionamiento de la plaza cerrado. Mi primera suposición errónea: pensar que estaría abierto hasta once o doce, qué sé yo. Segunda suposición errónea: andar por la calle creyendo que vivo en otro país que no es Venezuela. Me da por cruzar la plaza, a ver si del otro lado aún quedan empleados por la rampa de salida. Nunca llegaré a esa rampa. Se me pega atrás un muchachito. Gorra de beisbol, franela demasiado larga, flacura, demasiada flacura, un yesquero en la mano y temblor, temblor de cuerpo eléctrico, sacudido por ganas que no se sacian. Me pide dinero el muchachito. Saco dos monedas de un bolívar cada una. Me pide más. Sospecho que, por mi bien, debo acudir a mi cartera. Sacó un billete de dos bolívares. Dame más, me pide, o más bien, me ordena. Saco otros billetes de dos bolívares. Más, más, uno grande. Tengo la sensación de que el muchachito me apunta con su yesquero. Pero ya el muchachito está a punto de dejar de ser muchachito. Ahora lo llamaremos malandrín. El malandrín me repite, dame uno grande. Y tiembla, y me apunta con el yesquero, y la cabeza gira, y hay maldad entre dientes, y me dice que los que me rodean, dos más que registran en los pipotes de basura, dos más un poco mayores, son sus compadres, y que entre los tres me van a joder si no les doy un billete grande, uno realmente grande. No se me ha perdido la cartera, pero ya no tengo más dinero. Le muestro el interior de la cartera, pero él insiste. Yo he seguido caminando, debo decir, camino en dirección al módulo —o camión— de policía que está al otro lado de la calle. No sé si habrá agentes allí, pero yo sigo por esa ruta. El malandrín se da cuenta de lo que estoy haciendo. Se me pone por delante, me apunta con la mano en forma de pistola, me dice que me va a quemar (¿será con el yesquero?), que me va a matar a tiros (¿será con su pistola-dedo?). Le digo lo siento, chamo, me irás  a matar, pero la verdad que no tengo más que darte. Me vuelve a amenazar el malandrín. Harto del sinsentido, y viendo que una patrulla se ha detenido frente al módulo, cruzo la avenida, dejó al malandrín atrás. Me acerco al agente, que ya está fuera de la patrulla y le digo que aquellos malandrines (señalo, claro está, hacia la plaza) me acaban de asaltar. El policía cruza la avenida. Al rato lo veo hacia la parte iluminada de la plaza con dos de ellos. Me voy a la plaza. El policía les dice que se saquen todo lo que tienen en los bolsillos. El policía me pregunta cuánto me quitaron. Yo le digo seis bolívares, que no hay problema, que se los queden, pero lo que sí quiero es hablar con ellos. Con el malandrín que me ofreció los tiros, con él especialmente. Mire, chamo, le digo, usted tiene podrido ese cerebro de tanta droga. Déjese de eso, la droga lo va a destruir. Mira cómo aferrabas ese yesquero, el yesquero que usas para fumarte tu piedra. El malandrín me interrumpe.
            —No vale, tú lo que eres es un mal empatado.
            ¿Y eso por qué será?, pregunto yo perdido, desubicado ante el calificativo, y él me responde que soy un mal empatado porque los acusé con el policía, porque ellos en verdad no me estaban robando, me estaban pidiendo. ¿Pidiendo, coñodetumadre?, rugue indignado. ¡Si me ofreciste unos tiros y me dijiste que me ibas a matar!
            —Es que yo soy un muchacho de la calle —me replica.
            Y yo no quepo en el asombro y la ira entristecidam, y le vuelvo a decir que precisamente porque es un muchacho de la calle es que tiene que dejar la droga, que se deje de eso…
            —Si no, vas a terminar tirado en la calle, hinchado, muerto como un perro.
            Me doy la media vuelta, cruzo la avenida. Tomo un taxi de los que están ahí esperando junto al módulo de policía. Le digo que le pago con dinero que tengo en la casa. Al taxista le parece bien. Atrás dejo la plaza Altamira, mi carro en el estacionamiento, y a un malandrín que me dijo que yo era un mal empatado.

Los sostenes
Yamaila está buenísima, está grandota, es una caballota, con unas tetotas. Y un día llega un pillo, y la agarra, y la pega contra una pared, y la catea, le mete mano por todas partes, le toca las tetas, le saca el sostén. Se le queda viendo a la prenda en cuestión y, sin más, le lanza el sostén en la cara a Yamaila. La insulta, le dice pobre puta.
—Tú con esas tetas tan buenas, pensé que usabas Victoria Secret´s —le espeta y luego le mete dos trancazos por la cara.

Oro falso
A Yamilé le gusta andar bonita, con bisutería, eso sí. Le gusta el gold-filled y así anda por la vida. Todos saben que es secretaria de una ferretería. Todos saben que todo aquel brillo es gold-filled. Pero el malandrón que la ve todos los días, allí en la parada de autobús a la hora de salida, ese malandrón no sabe nada de nada. Así que un día se le va encima con una navaja y le quita todo aquel resplandor amarillo a nuestra querida Yamilé. Más allá del susto, Yamilé sabe que no ha perdido nada. Gold-filled es gold-filled y se consigue adonde vayas. Lo que no sabe Yamilé es que aquel maladrón regresará al día siguiente, a la misma hora, a buscarla. Le dará una tunda digamos que desproporcionada, y Yamilé terminará en el piso, toda ultrajada, y allí, en la parada totalmente vacía, el malandrón le tirará la bisutería encima y le dirá:
—No joda, me hiciste perder el tiempo. Fui donde el prestamista y me dijo que me habías estafado, que esa vaina no era oro, chica. ¡Qué bolas tienes tú! ¡Qué bolas!

El estacionamiento
            Al lado de un edificio de oficinas en Puerto Cabello, había un terreno baldío. La señora dueña del edificio era también la dueña del terreno. Era una señora ya mayor, tranquila, y sin conocidos influyentes. El edificio había sido herencia de su marido. Cierto día, un grupo de gandules toma el terreno, y allí se quedaron instalados. Lo usaban de estacionamiento, y cobraban por ello, así como también por lavar carros. Un año estuvieron allí los gandules metidos. Bichitos de uña de la zona, de mucho cuidado. La señora, nerviosa y desprotegida, no sabía qué hacer con los invasores. Un día, uno de los inquilinos de su edificio, le ofreció comprarle el terreno. Ella le explicó lo de los gandules. El señor le dijo que no se preocupara, que él era militar retirado de la Guardia, que él se encargaba de eso. Un tarde llegó un camión de la Guardia Nacional y sacó a los gandules. Luego los soldaditos ayudaron a instalar un portón. Al día siguiente de tal evento, en la mañana, los gandules se aparecieron en la oficina de la señora. Era cuatro haraganes altivos y sinvergüenzas. Dijeron que querían hablar con la señora. Le dijeron que ellos exigían un pago. Un pago por el tiempo que le estuvieron cuidando el terreno, porque además, argumentaron:
—Cuando nosotros entramos ahí por primera vez, eso era puro monte, y ayer cuando nos sacaron, eso estaba limpio, perfecto.
La señora, ya no tan tranquila como hace un año, los mandó para el carajo. Ya de salida, los gandules sacaron unas llaves de sus bolsillos y, mientras iban bajando, rayaron las paredes.

            Así se hace cola en Venezuela
            Alguien está frente a una taquilla. Un segundo que llega, no se pone detrás del otro para hacer cola, sino que se le para al lado, digamos a la derecha, y se recuesta del mostrador, esperando su turno. Luego llega un tercero, que tampoco se pone detrás de quien está siendo atendido, sino que también se para al lado de éste, digamos del lado izquierdo. Cuando llega un cuarto, hay dos por delante, pero éstos dos, no están en la cola. ¿Qué pasa después?

De vacaciones
            Estoy en el Ferry, temprano en la mañana, rumbo a Margarita. Mi niño tiene hambre, mi mujer también. Me voy hasta el bar-puesto de chucherías de esa cubierta. Hay alguien delante de mí. Me le pongo atrás, a esperar mi turno. Llega una mujer con su marido. No hacen cola, se recuestan del mostrador. Adentro, unas de las que atiende, va directo a la mujer y al marido recostados del mostrador. La mujer empieza a pedir algo. Yo me ofusco, digo que me toca a mí, que se están coleando. La mujer me mira hastiada y de una vez me suelta:
            —¡Ay señor, deje el estrés, que estamos de vacaciones!
            En Venezuela, hay que dejarse abusar.
Porque en Venezuela, todos los días, estamos de vacaciones.   

            Puede ser cualquiera
            En este país, cuando un empleado dice «el siguiente», el siguiente puede ser cualquiera, no importa si tiene rato esperando, no importa si ha hecho cola o no.
Del otro lado del mostrador, la gente que se las arregle.
Sálvese quien pueda.
           
            Fogonazo de lucidez
            Ya sé cuál es el problema con la delincuencia en este país. Los malandros manejan sin hablar por el celular. Por eso los policías, tan eficientes en parar gente que habla por celular, no los atrapan. El malandro es el mejor ciudadano sobre ruedas.

            Un extra
            Un hombre le cortó la cabeza a su mujer. Encontraron el cuerpo de la mujer, atraparon al hombre. Pero nadie sabe dónde está la cabeza. El hombre no ha querido decirlo. Una cabeza perdida no es nada en comparación con los males cotidianos del barrio. En estos días no ha habido agua, por ejemplo. Es normal que no haya. Pero ya ha pasado demasiado tiempo, y además, los vecinos que viven cerca del tanque de agua, dicen que escuchan cuando el agua llega por las noches. Así que subieron al tanque a ver qué pasaba. Encontraron la cabeza tapando la boca del tubo que distribuye el agua.
—Hasta el agua que bebemos sabe a muerto —dijo alguien.

            ¿Ya descubrió que está mal en estas viñetas? ¿O todo le parece absolutamente normal? Si quiere me responde luego, que ahora el Presidente está en televisión. Como siempre, grita. Es normal.

lunes, 23 de julio de 2012

Nada podía fallar, o sobre Maestra vida, Rubén Blades y Dudamel





Nada podía fallar. ¿Cómo podía fallar? Era Dudamel, el tipo con más rating en este país. Y Rubén Blades, uno de los salseros más grandes del mundo, querido inmensamente por el pueblo. Todo el mundo conoce a Blades, todos han bailado los temas de Blades en las fiestas del barrio. ¿Qué podía fallar? Dudamel, la orquesta sinfónica, Blades. Nada, nada. Allí estuvo la gente, desde las tres de la mañana, esperando para estar de primeros, para ver a sus ídolos —o a las personalidades— de cerquita. Nada podía fallar. Acudieron unas 150.000 personas. Nada podía fallar. Tremendo negocio, mi pana. Tremendo olfato para oler los reales.  
Pero acá ahora les vengo a recordar a Hans-Georg Gadamer. Gadamer hizo, para mí, la mejor disección del kitsch que jamás he leído. Pero antes de presentar lo que dice sobre el kitsch el filósofo, quiero dejar estas palabras de él mismo con respecto a lo que le pide el arte a quien lo capta: «Lo que se exige de nosotros es precisamente esto: poner en actividad nuestra ansia de saber y nuestra capacidad de elegir en presencia del arte y de todo lo que se difunda por los medios de comunicación de masas. Sólo entonces tendremos la experiencia del arte.»
Por supuesto, Gadamer supone la elección del arte. Pero también señala que hay dos conceptos contrarios que podrían derrumbar esa experiencia, esa elección por el arte. Los dos conceptos obedecen a lo que él llama kitsch.
Dice así: «Uno es esa forma de disfrutar de algo porque resulta conocido y notorio.» Y luego: «Se oye lo que se sabe. No se quiere oír otra cosa y se disfruta de ese encuentro porque no produce impacto alguno, sino que lo afirma a uno de un modo más bien lacio.» La segunda forma del kitsch es el degustador de estética: «Se le conoce especialmente en relación a las artes interpretativas. Va a la ópera porque canta la Callas, no porque se represente esa ópera en concreto. Comprendo que eso sea así. Pero afirmo que no le va a proporcionar ninguna experiencia del arte.»
Si lo vemos así, entonces nada podía fallar. Todos fueron a ver a Blades, oh Blades, todos fueron a ver a Dudamel, oh Dudamel. Qué importa que lo vivido sea una experiencia kitsch de segundo orden. Lo que importa es Blades y Dudamel. Sí, la gente fue a escuchar a la Callas, y qué.
Pero falló algo. Falló la ópera, precisamente; lo que se transmitió no era lo que se sabía, no era lo que se quería escuchar. ¿Alguien leyó su entrada al concierto? Decía: Maestra vida. ¿Alguien leyó eso? Si lo leyeron, les dio igual. Era el nombre de un concierto de Rubén Blades, como pudo haberse llamado Tiburón o Decisiones y daba lo mismo. Pero no, era Maestra vida, el nombre de una obra fundamental de Rubén Blades, que sin embargo pocos conocen. Una obra que no busca hacernos bailar a reventar (aunque tiene temas «movidos» magníficos), sino pensar, reflexionar. Maestra vida propone un movimiento de ideas, un juego artístico, una fiesta que quiere que todos participemos en ella. Propone pensamiento y encuentro con la obra. ¿Y quién quiere esa vaina, a ver?
Maestra vida fue demasiado.
Fue demasiado y la gente empezó a darle la espalda al escenario.
A Blades, a Dudamel.
¿Qué cosa es ésa? ¿Por qué hay una narración entre canción y canción? ¿Por qué estos temas no nos ponen a bailar, no nos mueven los pies? ¿Por qué no toca Blades los temas duros-malandros que todos conocemos? ¿Por qué hay temas donde ni siquiera Blades canta, y son lentos? No vale, vámonos.
Y así fue. La gente se empezó a ir, mucha gente. Mucha. Ríos de gente iba dejando el lugar. Y uno los veía pasar y, por lo menos yo, sentí pena ajena. Y pensar que Blades, antes de empezar el concierto, habló de Maestra vida como una obra social, pensada entre la gente del pueblo y para la gente del pueblo. Pero el pueblo se iba, se fue.
            Nada podía fallar, hasta que al público se le dio la oportunidad de disfrutar del arte.
            ¿Qué nos dice esto? ¿Cómo habla esta desbandada de nosotros como país? No puedo dejar de pensar que lo mismo podría ocurrir en cualquier parte, cómo no. Pero no estamos en cualquier país, por lo menos históricamente. Estamos en un país donde una revolución pretende alzar al pueblo, pretende darle lo mejor al pueblo. En una revolución que se atreve, incluso, a educar al pueblo y darle cultura (cultura revolucionaria, cultura para pensar) al pueblo. Han pasado muchos años desde que la revolución llegó. ¿El pueblo no debería ya estar educado? ¿El pueblo no debería haber disfrutado de Maestra vida con toda inteligencia y fervor revolucionario?
            Me van a disculpar, pero es realmente triste ver a la gente huyendo del arte. Me van a disculpar, pero es realmente triste ver las pocas ganas de la gente de saber. Nada de ansia, nada. La gente, después de todos estos años, lo que sigue queriendo es pan y circo. Agárrese los pantalones, porque quizás la revolución vuelve a ganar.  
            Y sí, había un gentío, pero un gentío también se fue.